jueves, 9 de junio de 2011

JUEVES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: Jesús ruega por la unidad de los cristianos, en Él recibimos la felicidad: aquí la vida de la gracia y luego la

JUEVES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: Jesús ruega por la unidad de los cristianos, en Él recibimos la felicidad: aquí la vida de la gracia y luego la gloria.

Hch 22, 30; 23, 6-11: 30Al día siguiente, deseando saber con exactitud de qué le acusaban los judíos, le quitó las cadenas, mandó reunir a los príncipes de los sacerdotes y a todo el Sanedrín, llevó a Pablo y le puso ante ellos.
23, 6Sabiendo Pablo que unos eran saduceos y otros fariseos, gritó en medio del Sanedrín: Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos, y se me juzga por la esperanza en la resurrección de los muertos. 7Al decir esto se produjo un enfrentamiento entre fariseos y saduceos, y se dividió la multitud. 8Porque los saduceos dicen que no hay resurrección ni ángel ni espíritu; los fariseos en cambio confiesan una y otra cosa. 9Se produjo un enorme griterío y puestos en pie algunos escribas del grupo de los fariseos discutían diciendo: Nada malo hallamos en este hombre; ¿y si le ha hablado algún espíritu o ángel? 10Como creciera gran alboroto, temeroso el tribuno de que despedazaran a Pablo, ordenó a los soldados bajar, arrancarles a Pablo y conducirlo al cuartel. 11En esa noche se le apareció el Señor y le dijo: Mantén el ánimo, pues igual que has dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma.

Salmo responsorial: 16/15,1-2a.5.7-8.9-10.11: 1 Canto de David. Guárdame, Dios mío, pues me refugio en ti. 2 Yo digo al Señor: «Tú eres mi Señor, mi bien sólo está en ti». 5 Señor, Tú eres mi copa y mi porción de herencia, Tú eres quien mi suerte garantiza. 7 Yo bendigo al Señor, que me aconseja, hasta de noche mi conciencia me advierte; 8 tengo siempre al Señor en mi presencia, lo tengo a mi derecha y así nunca tropiezo. 9 Por eso se alegra mi corazón, se gozan mis entrañas, todo mi ser descansa bien seguro, 10 pues Tú no me entregarás a la muerte ni dejarás que tu amigo fiel baje a la tumba. 11 Me enseñarás el camino de la vida, plenitud de gozo en tu presencia, alegría perpetua a tu derecha.

Evangelio según Juan 17, 20-26 (se lee también el 7º Domingo de Pascua C): No ruego sólo por éstos, sino por los que han de creer en mí por su palabra: que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado y los has amado como me amaste a mí. Padre, quiero que donde yo estoy también estén conmigo los que Tú me has confiado, para que vean mi gloria, la que me has dado porque me amaste antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te conoció; pero yo te conocí, y éstos han conocido que Tú me enviaste. Les he dado a conocer tu nombre y lo daré a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos y yo en ellos.

Comentario: 1. En Pentecostés, del año 57, Pablo ha llegado a Jerusalén, para la fiesta de Pentecostés o de las semanas, Shavuot, la última de las peregrinaciones del año para los judíos. El conflicto con las autoridades no se hizo esperar. Algunos judíos le acusan de "incitar" a la defección (Hch 2,21). De hecho Pablo, estando en el Templo de Jerusalén donde había ido a orar, es perseguido. La policía romana interviene, y conduce a Pablo a la fortaleza. Su cautiverio durará varios años, en Jerusalén, en Cesarea, capital romana de Palestina y después en Roma. -El oficial romano, queriendo saber con certeza de qué acusaban a Pablo, convocó el «Gran Consejo» e interrogó a Pablo. Como Jesús…
-«Yo soy Fariseo, hijo de Fariseo... se me juzga por mi esperanza en la Resurrección»: "disputaron Fariseos y Saduceos y la asamblea se dividió... entre un gran clamor..." Sufrir la injusticia por Jesús, es una de las bienaventuranzas… En una de sus epístolas, Pablo cuenta el número de golpes recibidos y los arrestos sufridos... (2 Cor, 11,23-24). Ayúdanos, Señor, para que sepamos verte en cualquier situación humana, incluso la más desfavorable en apariencia.
-“A la noche siguiente, se apareció el Señor a Pablo y le dijo... «¡Ánimo!»” Pablo debió de tener también sus horas de angustia, sus horas negras. Jesús siente la necesidad de ir a reconfortarle, de remontarle la moral: "¡ánimo!" le dijo. El tema de la «aflicción» es uno de los temas dominantes de las epístolas de san Pablo. Era una experiencia vivida. La "valentía", «fe», tiene ante las injusticias y contrariedades sus “noches oscuras” que sin embargo se pasan con Jesús. Jesús está con él. No hay nada que temer. Hay que dejarse conducir, abandonarse… (Noel Quesson). De todo se sirve el Señor para hacer su obra, y así la semilla cristiana va al centro del imperio, que era un sueño personal y también apostólico. Por eso apela al César, y por eso hace lo posible para salir ileso del tumulto de Jerusalén contra él. Una cosa es dar testimonio de Cristo, y otra, aceptar la muerte segura en manos de los judíos. Más tarde, ya en Roma, en su segundo cautiverio, sí será detenido y llevado a la muerte, al final de su dilatada y fecunda carrera de apóstol. Esto conecta con su fe en la resurrección, que es lo que hoy está en la discusión de sectas judías. También en nuestro tiempo, como entonces, muchos judíos han perdido la fe en la resurrección, por eso la madre de Edith Stein se enfada mucho con su hija cuando entra al Carmelo, pues piensa que sólo hay esta vida y no se puede malbaratar recluyéndose (luego, cercana su muerte, hubo una reconciliación); también esta santa dio su vida, en el holocausto judío. Hemos de saber defender la justicia de Dios, tratando de superar los obstáculos que se oponen, para que la Palabra no quede encadenada y pueda seguir dilatándose en el mundo. El mismo Jesús nos enseñó a conjugar la inocencia y la astucia para conseguir que el bien triunfe sobre el mal. Pablo nos da ejemplo de audacia (J. Aldazábal). Hemos de pedirlo en esta nueva Pentecostés: “Ven, Espíritu divino... / Entra hasta el fondo del alma, / divina luz, y enriquécenos. / Mira el vacío del hombre, / si tú le faltas por dentro; / mira el poder del pecado, / cuando no envías tu aliento”. El Espíritu Santo nos ayuda para ir en el camino del Señor, en fidelidad, no es camino de rosas. Supone sacrificios. Quien, como Pablo, lo arriesga todo para ser testigo del Señor al que sirve, ha de saber que acepta pisar sobre espinas. ¡Punzantes, pero dichosas espinas que hieren con amor! Para ello, Pablo contaba con el eco profundo de la oración de Jesús al Padre. ¿No había presentado Jesús al Padre a cuantos creyeran en Él, a cuantos se jugaran por Él la vida, a cuantos anunciaran que Dios Padre y su Hijo encarnado, Jesús, nos llaman a todos a la unidad de fe y a vivir unidos a Cristo, como sarmiento a la Vid? Vivamos nuestra unión con Cristo. Sólo a partir de nuestra experiencia personal de su amor por nosotros podremos colaborar para que la salvación se haga realidad en el momento histórico que nos ha tocado vivir.
2. Sal. 15. Dios, nuestro Padre, es la parte que nos ha tocado en herencia. ¿Querremos algo mejor? Nuestra vida está en sus manos. ¿Quién podrá algo en contra de nosotros? Ni siquiera la muerte podrá retenernos para sí, pues Dios no nos abandonará a ella, ni dejará que suframos la corrupción. El punto de partida es la petición de la protección del Señor (v. 1), sigue la confesión de Dios como único bien (vv. 2-6) y la proclamación de las consecuencias que tiene en su vida personal (vv. 7-9) para terminar con la reafirmación ante Dios de esperar de Él la salvación (vv. 10-11). Al rezar este salmo, renovamos la alegría de haber sido consagrados a Dios por el bautismo, y manifestamos el deseo de vivir plenamente la comunión con los demás bautizados. El autor de la composición se ha unido a Dios con toda su vida en exclusividad (v. 1). Su situación (vv. 5) es como la de los hijos de Leví, sin tierra prometida porque su “heredad” está en el servicio del Templo y la parte que les correspondía de las ofrendas (cf. Nm 18,20; Dt 10,9; Jos 13,14; Sal 73,26): se manifiesta la aceptación gozosa de esta condición. Con una alabanza-bendición a Dios (vv. 7-9) se comienza a expresar los bienes que de Él recibe quien le sirve con exclusividad: ser guiado por Él en todo momento, hallar en Él la seguridad, la alegría y la salud. Entendieron los Padres que de Jesús hablaba el v. 9: “ya que algunos sostienen de varias maneras que, como el Señor entró con las puertas cerradas (Jn 20,19), no resucitó con el mismo cuerpo que había muerto, escuchemos que el Señor mismo en el salmo recuerda: hasta mi carne habitará en la esperanza (Sal 16,9). Sin duda, tras la muerte y la resurrección del Salvador, aquel cuerpo que estuvo vivo fue depositado en el sepulcro; en consecuencia resucitó el mismo cuerpo que había sido puesto exánime y sin vida en el sepulcro. Pero si resucitó el cuerpo idéntico, ¿cómo es que algunos sostienen que el Señor ha resucitado en una especie de cuerpo espiritual y poderoso, pero no en el nuestro? Nosotros no pensamos esto; sería como negar que el cuerpo de Cristo se ha revestido de aquella gloria que, como creemos, también un día recibirán los santos” (S. Jerónimo). Esta experiencia personal de Dios (v. 9) lleva a manifestarle la esperanza de ser librado de la muerte y colmado de alegría por el cumplimiento de la Ley y dedicación a su servicio (vv. 10-11). Las palabras del v. 10 son interpretadas en la versión de los LXX como liberación de la corrupción del sepulcro tras la muerte, es decir, en sentido de resurrección. Como David estaba muerto, habían de ser palabras dirigidas a otro, Jesucristo: “hermanos, permitidme que os diga con claridad que el patriarca David murió y fue sepultado, y su sepulcro se conserva hasta el día de hoy. Pero como era profeta, y sabía que Dios le había jurado solemnemente que sobre su trono se sentaría un fruto de sus entrañas, lo vio con anticipación y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en los infiernos ni su carne vio la corrupción” (Hch 2,29-31; cf. 13,35); y Orígenes comenta: “no abandonarás mi alma en el seol” (v. 10) que se refiere al descenso de Cristo a los infiernos y a su resurrección. Y resumía Santa Teresa de Jesús: “quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”. Desde la resurrección de Cristo nuestra existencia ha cobrado una nueva esperanza; sabemos que nuestro destino final es la gloria junto al Hijo amado del Padre. Por eso aprendamos a caminar con fidelidad por el camino de la vida que Jesús nos ha enseñado. Si vamos así tendremos la seguridad de alegrarnos eternamente en el gozo del Señor. Él sea bendito por siempre.
3. Jn. 17, 20-26. He aquí las últimas palabras de la plegaria de Jesús... Benedicto XVI, cuando el asesinato del fundador de la Comunidad de Taizé, el Hermano Roger Schutz, decía: “precisamente ayer recibí una carta del Hermano Roger muy conmovedora, muy afectuosa. En ella, escribe que en el fondo de su corazón quiere decirme que ‘estamos en comunión con usted y con los que se han reunido en Colonia’”; y que tiene el deseo de venir cuanto antes a Roma "para encontrarse conmigo y para decirme que ‘nuestra Comunidad de Taizé quiere caminar en comunión con el Santo Padre’”.
«El Señor de los tiempos, que prosigue sabia y pacientemente el plan de su gracia para con nosotros pecadores, últimamente ha comenzado a infundir con mayor abundancia en los cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión. Muchísimos hombres, en todo el mundo, han sido movidos por esta gracia y también entre nuestros hermanos separados ha surgido un movimiento cada día más amplio, con ayuda de la gracia del Espíritu Santo, para restaurar la unidad de los cristianos. Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador; y no sólo individualmente, sino también reunidos en grupos, en los que han oído el Evangelio y a los que consideran como su Iglesia y de Dios. No obstante, casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios» (Unitatis redintegratrio)… El Concilio Vaticano II expresa la decisión de la Iglesia de emprender la acción ecuménica en favor de la unidad de los cristianos y de proponerla con convicción y fuerza… La Iglesia católica asume con esperanza la acción ecuménica como un imperativo de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad. También aquí se puede aplicar la palabra de san Pablo a los primeros cristianos de Roma: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo»; así nuestra «esperanza... no defrauda» (Rm 5,5). Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Jesús mismo antes de su Pasión rogó para «que todos sean uno» (Jn 17,21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape.
En efecto, la unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica. Los fieles son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en Él, en su comunión con el Padre: «Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1,3). Así pues, para la Iglesia católica, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna. Las palabras de Cristo «que todos sean uno» son pues la oración dirigida al Padre para que su designio se cumpla plenamente, de modo que brille a los ojos de todos «cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas» (Ef 3,9). Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Cristo: «Ut unum sint»…” (Juan Pablo II; luego señala con el Concilio que «la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» y al mismo tiempo reconoce que «fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica», y explica estos puntos del ecumenismo).
"Que sean una sola cosa, así como nosotros lo somos (Jn 17,11), clama Cristo a su Padre; que todos sean una misma cosa y que, como Tú, ¡oh Padre!, estás en mí y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros (Jn 17,21). Brota constante de los labios de Jesucristo esta exhortación a la unidad, porque todo reino dividido en facciones contrarias será desolado; y cualquier ciudad o casa, dividida en bandos, no subsistirá (Mt 12,25). Una predicación que se convierte en deseo vehemente: tengo también otras ovejas, que no son de este aprisco, a las que debo recoger; y oirán mi voz y se hará un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10, 16).
¡Con qué acentos maravillosos ha hablado Nuestro Señor de esta doctrina! Multiplica las palabras y las imágenes, para que lo entendamos, para que quede grabada en nuestra alma esa pasión por la unidad. Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no lleva fruto, lo cortará; y a todo aquel que diere fruto, lo podará para que dé más fruto... Permaneced en mí, que yo permaneceré en vosotros. Al modo que el sarmiento no puede de suyo producir fruto si no está unido con la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; quien está unido conmigo y yo con él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer (Jn 15, 1-5).
¿No veis cómo los que se separan de la Iglesia, a veces estando llenos de frondosidad, no tardan en secarse y sus mismos frutos se convierten en gusanera viviente? Amad a la Iglesia Santa, Apostólica, Romana, ¡Una! Porque, como escribe San Cipriano, quien recoge en otra parte, fuera de la Iglesia, disipa la Iglesia de Cristo (san Cipriano). Y San Juan Crisóstomo insiste: no te separes de la Iglesia. Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia; tu salud es la Iglesia; tu refugio es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la tierra; no envejece jamás, su vigor es eterno.
Defender la unidad de la Iglesia se traduce en vivir muy unidos a Jesucristo, que es nuestra vid. ¿Cómo? Aumentando nuestra fidelidad al Magisterio perenne de la Iglesia: pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles o depósito de la fe. Así conservaremos la unidad: venerando a esta Madre Nuestra sin mancha; amando al Romano Pontífice” (san Josemaría Escrivà).
-“Pero no ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra”. Jesús, Tú has rogado por mí... Ha vislumbrado todo el inmenso desarrollo de su obra... las multitudes humanas que creerían en Él... preveía la Iglesia. Corazón inmenso de Jesús, corazón universal... Esta es la última plegaria de Jesús antes de entrar en su Pasión: es la intención principal por la que ofrecerá el sacrificio de su vida... es la que lleva más en el corazón... es, por así decir, su testamento. –“Que todos sean uno”... Ser uno. Entre muchos, no hacer más que uno.
-“Como Tú estas en mi y Yo en ti…” Nada más profundo que este amor... el de Dios. El amor de los cristianos tiene por modelo el amor mismo de Dios. Esta es la unidad por la que Jesús dio su vida. ¡Cuán lejos estamos de ella tantas veces!
-“Para que el mundo crea...” Es la unidad, es el amor el que es misionero y el que conduce a la Fe. Es la unidad la que evangeliza. Ved como se aman, debería poder decirse de todos los que tienen fe, de tal manera que esta fe llegara a ser atrayente. ¡Haz que seamos "uno", Señor! Esto supone muchas renuncias a nuestras suficiencias, nuestros orgullos, nuestros egoísmos. En mi vida tal como es, con las personas, tal como son, ¿qué sacrificio estoy dispuesto a hacer, con Jesús, para que esta plegaria suya se realice?
-“Así conocerá el mundo que Tú me enviaste y que los amaste como me amaste a mí. El mundo no te ha conocido, oh Padre; pero Yo te conocí, les di a conocer tu nombre y se lo haré conocer todavía”. Palabras inolvidables. Participación misteriosa. Comunicación, por parte de Jesús de todo lo que de mejor tiene.
-“Para que el amor con que Tú me has amado, esté en ellos y Yo en ellos...” Con estas palabras se extingue la plegaria de Jesús, por lo menos en el relato de san Juan. Podemos pensar que Jesús mantuvo pensamientos semejantes durante las últimas horas de su vida humana. Podemos pensar que continúa en el cielo, esta intercesión. Es la gran cumbre del evangelio, es la gran "buena nueva": el amor mismo de Dios, el amor trinitario, con el que el Padre ama al Hijo, el amor absoluto e infinito de Dios, participado a los creyentes. Lo que está trabajando en el corazón de la humanidad es esto: la relación de amor perfecto que une a las personas divinas (Noel Quesson).
Hoy, encontramos en el Evangelio un sólido fundamento para la confianza: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí...» (Jn 17,20). Ahí estamos todos, en esta despedida está comprendida la fe en la vida eterna, más allá de la incertidumbre de los paganos está la esperanza de encontrar la glorificación de todo sentimiento, de toda verdad, de todo sacrificio. Es el Corazón de Jesús que, en la intimidad con los suyos, les abre los tesoros inagotables de su Amor. Quiere afianzar sus corazones apesadumbrados por el aire de despedida que tienen las palabras y gestos del Maestro durante la Última Cena. Es la oración indefectible de Jesús que sube al Padre pidiendo por ellos. ¡Cuánta seguridad y fortaleza encontrarán después en esta oración a lo largo de su misión apostólica! En medio de todas las dificultades y peligros que tuvieron que afrontar, esa oración les acompañará y será la fuente en la que encontrarán la fuerza y arrojo para dar testimonio de su fe con la entrega de la propia vida.
La contemplación de esta realidad, de esa oración de Jesús por los suyos, tiene que llegar también a nuestras vidas: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí...». Esas palabras atraviesan los siglos y llegan, con la misma intensidad con que fueron pronunciadas, hasta el corazón de todos y cada uno de los creyentes… (Joaquín Petit). Sólo por Cristo, con Él y en Él podremos llegar a la perfecta unión con Dios. No tenemos otro camino, ni se nos ha dado otro nombre en el cual podamos alcanzar la salvación. Nadie conoce al Padre, sino el Hijo; y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Jesús nos ha dado a conocer al Padre; pero lo ha hecho no sólo con sus palabras, sino con su inhabitación en nosotros. Así no sólo hemos oído hablar de Dios, sino que lo experimentamos en nuestra propia vida como Aquel que no sólo nos ama, sino que infunde su amor en nosotros. A partir de ese estar Cristo en nosotros y nosotros en Él, podremos hacer que desde nosotros el mundo conozca y experimente el amor que Dios les tiene a todos. Anunciamos la muerte del Señor y proclamamos su resurrección, hasta que Él vuelva glorioso para juzgar a los vivos y a los muertos. El Memorial de su Misterio Pascual, que estamos celebrando en esta Eucaristía, es para nosotros el mejor signo de unidad que Él nos ha confiado. Por eso venimos ante Él para llevar a efecto esa unidad, que nos haga vivir como testigos suyos en medio de las realidades de nuestra vida diaria. Al entrar en comunión de vida con Él, su Palabra nos santifica en la verdad para que podamos proclamar el Nombre del Señor, no desde inventos nuestros, no desde interpretaciones equivocadas de su Palabra, sino desde una auténtica fidelidad al Espíritu Santo, que Él ha infundido en nosotros. Por eso la participación de la Eucaristía no puede verse como un signo de piedad, sino como un auténtico compromiso de fe. Quienes hemos experimentado el amor de Dios debemos ir al mundo unidos por la misma fe, por el mismo amor e impulsados por el mismo Espíritu. Mientras haya divisiones entre quienes creemos en Cristo ¿quién se animará a seguir sus huellas? No es el apasionamiento lo que hará que las personas se encuentren con Cristo, pues una fe nacida desde esos sentimientos terminará por derrumbarse fácilmente. El Señor nos pide aceptarlo a Él en nuestro propio interior para que sea Él quien continúe su obra de salvación por medio de la Iglesia, en cuyos miembros actúa el Espíritu Santo con una diversidad de dones para el bien de todos. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de sabernos amar y respetar como hermanos; pues sólo a partir de esa unidad el mundo creerá que realmente Cristo ha venido como salvador de toda la humanidad. Entonces será realmente nuestra la herencia que Dios ha prometido a todos lo que lo aman.

www.homiliacatolica.com Llucià Pou Sabaté

MIÉRCOLES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: Jesús nos santifica para que santifiquemos el mundo, amándolo apasionadamente, sin ser mundanos, en una dona

MIÉRCOLES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: Jesús nos santifica para que santifiquemos el mundo, amándolo apasionadamente, sin ser mundanos, en una donación que es vivir auténticamente (como s. Pablo)

Hechos de los apóstoles 20, 28-38: “Pablo siguió hablando a los principales de Éfeso a los que había llamado, y les dijo: tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió por la sangre de su Hijo. Ya sé que cuando yo os deje se meterán entre vosotros lobos feroces que no tendrán piedad del rebaño. Incluso algunos de entre vosotros deformarán la doctrina y arrastrarán a los discípulos. Estad alerta: acordaos que durante tres años, de día y de noche, no he cesado de aconsejar con lágrimas en los ojos a cada uno en particular. Ahora os dejo en manos de Dios y de su palabra, que es gracia. Ahora os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que es poderosa para edificar y conceder la herencia a todos los santificados. No he codiciado de nadie plata, oro o vestidos. Sabéis bien que las cosas necesarias para mí y los que están conmigo las proveyeron estas manos. Os he enseñado en todo que trabajando así es como debemos socorrer a los necesitados, y que hay que recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Mayor felicidad hay en dar que en recibir.
Dichas estas cosas se puso de rodillas y oró con todos ellos. Se produjo entonces un gran llanto de todos y abrazándose al cuello de Pablo le besaban, afligidos sobre todo por lo que había dicho de que no volverían a ver su rostro. Y le acompañaron hasta la nave.

Salmo responsorial: 67, 29-30.33-36: Tú, Dios mío, ordena tu poder, oh Dios, que actúa en favor nuestro. A tu templo de Jerusalén traigan los reyes su tributo. Reyes de la tierra, cantad a Dios, tocad para el Señor, que avanza por los cielos, los cielos antiquísimos, que lanza su voz, su voz poderosa: "Reconoced el poder de Dios". Sobre Israel resplandece su majestad, y su poder sobre las nubes. Desde el santuario, Dios impone reverencia: es el Dios de Israel quien da fuerza y poder a su pueblo. ¡Dios sea bendito!

Evangelio según san Juan 17, 11-19 (también se lee el domingo 7ª de Pascua B): “Jesús siguió orando, y levantando los ojos al cielo, dijo: ¡Padre santo! , guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Mientras he permanecido con ellos, yo he guardado en tu nombre a los que me diste y los custodiaba... Pero ahora voy a ti... Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo sino que los guardes del mal... Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo...”

Comentario: 1. Segunda parte del discurso con que, según este relato de Lucas, se despide Pablo de la comunidad de Éfeso. Todo el discurso es muy emotivo, por las confidencias personales que Lucas pone en boca de Pablo. En el fragmento de hoy, la emotividad sube de tono por el anuncio de los problemas y dificultades que tendrá que sufrir la comunidad. (Lo que mencionan los versículos 29-30, son problemas reales que se daban en la comunidad de Lucas). Y se desborda la emoción, cuando “todos” rompen a llorar abrazando y besando a Pablo por el adiós definitivo. En la exhortación final a “trabajar para socorrer a los necesitados”, brilla con fuerza el dicho o enseñanza de Jesús: “hay más dicha en dar que en recibir” (20,35). Este texto es una página antológica del Pablo integral que ha quemado tres años de vida en servicio de maestro, pastor, colaborador y amigo; que derrama lágrimas en la despedida como derramó gotas de sudor en su trabajo; que vive temeroso de maestros insinceros y desleales; que pone como signo de buen obrar el ser solícitos por los demás. La lectura de hoy está consagrada, sobre todo, a los deberes pastorales de sus sucesores en la dirección de la Iglesia de Efeso (cf. Lumen gentium 6).
Pablo les recuerda, en primer lugar, el carácter sagrado de este cargo (v. 28). Les anuncia, después, los peligros que amenazan sobre su comunidad y les hace una llamada a la vigilancia constante (vv. 29-31). Finalmente, implora la gracia de Dios (vv. 32 y 36) antes de hacerles algunas recomendaciones para que sean desinteresados según él mismo lo ha sido (versículo 33-35). Cuando Pablo se dirige a lo Ancianos de Mileto, la función de estos últimos no es todavía muy precisa: "presbíteros" o "ancianos", se les llama también "episcopos" o "guardianes", y además deben "apacentar" un rebaño. Hay una relación entre su cargo pastoral y la vida trinitaria. La Iglesia es la esfera donde el Espíritu ejerce de manera privilegiada su acción santificadora de la humanidad; la Iglesia es, la heredad particular que el Padre se reserva para manifestar la gloria de su nombre. Para realizar este designio precisamente, la Trinidad confía la Iglesia a hombres. Estos deben comunicar la santidad del Espíritu a sus semejantes, deben responder de la Sangre de Cristo derramada por sus hermanos y velar por la integridad del dominio del Padre. De esta esencia trinitaria del cargo pastoral se desprenden algunas actitudes y responsabilidades. Pablo, sin miedo, había asumido sus responsabilidades con valentía (vv. 20 y 27) y pide a sus sucesores que tengan conciencia de su propia debilidad, pero confianza en el poder de la Palabra. El no se preocupó de su subsistencia, quedando, de esta forma, más libre para atender a los más pobres, porque la Palabra es lo suficientemente potente en él, pide esto mismo a los pastores (Maertens-Frisque).
La segunda parte del discurso de despedida de Pablo, antes del emocionante adiós junto al barco, se refiere al futuro de la comunidad y a la actuación de sus responsables. La primera frase es muy densa: «Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su Hijo». O sea: - la comunidad o la Iglesia es de Dios Padre, - que se la ha adquirido o comprado con la Sangre de su Hijo, Jesús, - ha sido el Espíritu quien ha puesto a estos presbíteros como responsables y pastores de la comunidad, - y tienen que tener cuidado de ellos mismos y del rebaño a ellos confiado. El ministerio pastoral no es algo que solamente proceda de la comunidad ni es una delegación de poder por parte del grupo. Es un papel, una tarea confiada por Dios, recibida de Dios. No es un cargo que uno mismo toma, ni que recibe de los hombres... sino que ¡se recibe del Espíritu! Responsabilidad misteriosa. Plegaria por aquellos que la han recibido, para conducir la Iglesia de Dios... Dios, aquí, es el Padre. Toda la Trinidad es evocada, para definir el ministerio. La «comunidad» cuyos presbíteros son responsables es, en la tierra, el reflejo de otra «comunidad». Las tres Divinas Personas, a la vez distintas e íntimamente unidas, son el modelo de la Iglesia, que Dios se adquirió con la sangre de su Hijo. Ser "pastor" de un rebaño es batirse contra «lobos»: un combate contra fuerzas enemigas (de fuera y de dentro). La Iglesia está compuesta de pecadores. Constantemente está corriendo el riesgo, desde el interior -"entre vosotros"- de ser descompuesta, de no poder establecer con ella una comunión.
El protagonista es Dios Trino, por una parte: «ahora os dejo en manos de Dios y de su palabra, que es gracia». Y por otra, la comunidad. Los pastores han sido nombrados para que cuiden de ella, librándola de los peligros que la acechan: lobos feroces deformarán la doctrina e intentarán arrastrar a los discípulos. Los buenos pastores deberán estar alerta, como lo había estado siempre el mismo Pablo. Además, deberán mostrarse desinteresados en el aspecto económico. De nuevo se pone Pablo como ejemplo, porque nunca quiso ser carga para la comunidad. Y cita unas palabras de Jesús que no aparecen en los evangelios: «más vale dar que recibir».
El cuadro que traza Pablo de una comunidad cristiana sigue teniendo una actualidad admirable. Su punto de referencia tiene que seguir siendo Dios: «os dejo en manos de Dios». Pero también en manos de unos pastores responsables, que tienen que dedicarse, con vigilancia y amor, a cuidar de la comunidad, animándola, defendiéndola de los peligros, dando ejemplo de entrega generosa. Toda la comunidad, basada en la Palabra y la gracia de Dios, sintiéndose animada por el Espíritu de Jesús, debe tender a «construirse» y «tener parte en la herencia de los santos», con un sentido de pertenencia mutua y de corresponsabilidad. ¿Tenemos esta visión dinámica y conjunta de nuestra comunidad? Todos somos llamados a la tarea común, en la que entra el apoyo en Dios, pero también la vigilancia contra los errores y desviaciones, y el amor generoso en la entrega por los demás.
Como menos conocidas, por no estar en los evangelios, tendríamos que hacer hoy nuestras las consignas de Jesús que nos recuerda Pablo, y que pueden dar sentido a nuestro trabajo en y por la comunidad: «Más vale dar que recibir. Más dichoso es el que da que el que recibe» (Noel Quesson/J. Aldazábal).
Todo el discurso es muy emotivo, por las confidencias personales donde la emotividad sube de tono por el anuncio de los problemas y dificultades que tendrá que sufrir la comunidad. Y se desborda la emoción, cuando “todos” rompen a llorar abrazando y besando a Pablo por el adiós definitivo. En la exhortación final a “trabajar para socorrer a los necesitados”, brilla con fuerza el dicho o enseñanza de Jesús: “hay más dicha en dar que en recibir” (20,35).
Padre, guárdalos en tu nombre… “Ven, Espíritu divino... / Ven, dulce huésped del alma, / descanso de nuestro esfuerzo, / tregua en el duro trabajo, / brisa en las horas de fuego, / gozo que enjuga las lágrimas / y reconforta en los duelos”. Huésped, descanso, tregua, brisa, gozo, consuelo... Todo eso y mucho más significa la presencia amorosa del Espíritu en nuestras vidas, porque nos ayuda a entender cada momento y cada circunstancia con ecuanimidad y fortaleza, sin dar lugar al desaliento. A la luz de ese Espíritu vivía Pablo en sus viajes misionales, y movido por ese Espíritu divino actuaba Jesús, camino del desierto, de Galilea o de Jerusalén... Aprendamos también nosotros a leer, según ese Espíritu las palabras de la liturgia en este día. Pablo, que ayer hallaba en Mileto, hoy está en Éfeso, hablando a los presbíteros y venerables de su iglesia, y lo hace con especial ternura, audacia y lágrimas, porque se encuentra en el momento de la despedida. Y Jesús, que se dispone a volver al Padre, para enviarnos su Espíritu, prolonga la oración por sí mismo y por nosotros. Participemos de ella.
2. Sal. 67. Mientras gozamos del Año de Gracia del Señor, acerquémonos a Él llenos de amor y de confianza. No vengamos sólo a ofrecerle tributos externos; vengamos a ofrecernos nosotros mismos. El Señor quiere que nosotros seamos suyos, y que lo glorifiquemos con una vida intachable. Algún día vendrá, lleno de gloria. Entonces habrá terminado el año de gracia, y el Señor aparecerá como juez de todas las naciones. Pero quienes le hayamos vivido y perseverado fieles hasta el final no tendremos ningún temor, pues permaneceremos de pie en su presencia. Por eso, ya desde ahora, dejemos que la Gloria del Señor resplandezca sobre el rostro de su Iglesia porque nuestras buenas obras manifiesten que, en verdad, Dios permanece en nosotros y nosotros en Él.
3. Jesús, en su oración al Padre, se preocupa de sus discípulos y de lo que les va a pasar en el futuro. Igual que durante su vida él los guardó, para que no se perdiera ni uno (excepción hecha de Judas), pide al Padre que les guarde de ahora en adelante, porque van a estar en medio de un mundo hostil: «no ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal». Sigue en pie la distinción: los discípulos de Jesús van a estar «en el mundo», son enviados «al mundo» («como tú me enviaste al mundo, así los envío yo al mundo»), pero no deben ser «del mundo» («no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo»).
-“Padre Santo, guarda en la fidelidad a tu nombre a esos que me has dado. Mientras yo estaba con ellos yo los guardaba en la fidelidad a tu nombre... Guárdales del mal...” "Guardar"... Es el tercer verbo de la plegaria de Jesús repetido tres veces.
-"Desde ahora yo no estaré en el mundo; ellos se quedan en el mundo... cuando Yo estaba con ellos, los guardaba..." Paradoja de la situación de los creyentes: han sido llamados por Jesús, y Jesús se va. Jesús es consciente de la gran dificultad en que pone a sus apóstoles desapareciendo.
-Ellos no son "del mundo"... Como Yo no soy del "mundo"... Como Tú me enviaste "al mundo"... Así Yo los envié a ellos "al mundo". Tal es la tensión paradójica en la que Jesús ha introducido a sus amigos: estar en el mundo sin ser del mundo. Una solución a esta tensión, para preservarles, para guardarles... sería retirarlos del mundo. Pro, no...
-No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del "mal". El creyente no es un ser aparte. Incluso el monje, en cierta medida, no puede vivir totalmente separado, "retirado del mundo": su vocación peculiar, indispensable, debe estar inserta en el mundo donde realizará su misión profética. Pero la palabra de Jesús, con mayor razón, se aplica a los laicos, a los sacerdotes y a los obispos: "Yo no pido que les retires del mundo..." El Concilio ha reemprendido y valorizado esta doctrina: (P.O. 3; A.A. 2): Para los sacerdotes: "Situados aparte en el seno del pueblo de Dios no para estar separados de este pueblo, ni de cualquier hombre, sea el que sea. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida, distinta a la terrena; pero tampoco serían capaces de servir a los hombres si permanecieran extraños a su existencia y a sus condiciones de vida". Para los laicos: "Lo propio y peculiar del estado laico es vivir en medio del mundo y de los asuntos profanos: han sido llamados por Dios a ejercer su apostolado en el mundo -a la manera de la levadura en la masa-, gracias al vigor de su espíritu cristiano." ¿Cuáles son mis presencias en el mundo, en qué lugares y obras me he comprometido?
-Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad. Como Tú me enviaste al mundo, así Yo los envié a ellos al mundo. Y Yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados en la verdad. "Consagrar" o también "santificar" según una traducción más próxima al griego, -es el cuarto verbo de la plegaria de Jesús, que aquí se repite tres veces. Sólo Dios es "santo, pero comunica algo de su santidad a los creyentes. El cristiano "enviado al mundo" ha sido enviado para vivir en el mundo la santidad de Dios... como Jesús fue enviado por el Padre para "santificar" al mundo... El cristiano es, primero, "un hombre", como todos los demás... pero es también un "consagrado": Jesús dice que es la "verdad", ¡la que obra esto en ellos! ¡Cuántos cristianos, por desgracia, son poco conscientes de esta extraordinaria dignidad! Yo mismo, ¿soy consciente de estar en comunión con el Dios santo? ¿Qué cambios origina esto en mi vida? ¿Qué deseo de perfección? ¿Tengo hambre de absoluto? ¿Dejo que Dios trabaje en mi interior? ¿Voy en busca del bien, de lo bello, de lo verdadero? Ten piedad de nosotros, Señor, y continúa tu plegaria para que seamos consagrados, de verdad. Jesús quiere que sus discípulos, además, vivan unidos («para que sean uno, como nosotros»), que estén llenos de alegría («para que ellos tengan mi alegría cumplida») y que vayan madurando en la verdad («santifícalos en la verdad»). También el programa de Jesús para los suyos es denso y dinámico. Y está hablando del futuro de su comunidad. O sea, de nosotros. Estamos en este mundo concreto, al que tenemos que saber ayudar, sin renegar de él. No pedimos ser sacados del mundo. Es a esta nuestra generación, no a otras posibles, a la que tenemos que anunciar el mensaje de Cristo, con nuestras palabras y sobre todo con nuestras obras. El Vaticano II nos ha renovado la invitación a dialogar con el mundo. Eso si: se nos encomienda que no seamos «del mundo», o sea, que no tengamos como mentalidad la de este mundo que para el evangelista Juan es siempre sinónimo de la oposición a Dios, sino la de Cristo. Que no sigamos las bienaventuranzas del mundo, sino las de Cristo. Nuestro punto de referencia debe ser siempre la Verdad, que es la Palabra de Dios. No las verdades a medias o incluso las falacias que a veces nos propone el mundo. En la Eucaristía, y siempre que rezamos el Padrenuestro, pedimos a Dios: «no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal». Que puede traducirse también «del Maligno». Andamos empeñados en una lucha entre el bien y el mal. Con la confianza puesta en Dios, todos deseamos vernos libres del mal y ayudar a los demás a unirse también a la victoria de Cristo contra el pecado y la muerte. Sobre todo cuando recibimos en la comunión al «que quita el pecado del mundo» (Noel Quesson/J. Aldazábal).
“Mundo” tiene varias acepciones: el conjunto de la creación (Gn 1,1), los hombres a quien Dios ama entrañablemente (Prv 8,31), los bienes de la tierra (que nos pueden seducir) o bien la misma seducción (“el príncipe de este mundo”) y en este sentido san Juan de la Cruz quería estar “… en toda desnudez y pobreza y vacío”… como comenta Ernestina de Chambourcin: “porque en toda pobreza / me quisiste, Señor, / toda pobre me tienes. / En pobreza de amor, / en pobreza de espíritu, / sin fuerzas y sin voz. // Que anduviste en vacío / me pediste y ya voy / hacia Ti por la nda / que de mi ser quedó / la noche en que me abriste / -¡qué aurora!- el corazón. // Desnuda de mí misma / en tus manos estoy. / En pobreza y vacío / ¡renaceré, Señor! /// Porque lo quiero todo / ya apenas quiero nada. / Voluntad de no ir / donde lo fácil llama, / de evitar la ribera / donde el sentido basta. / ¡Qué hondo no querer, / qué absolutoa desgana, / qué desviar lo inútil / arrancándole al alma / el último asidero / y hasta esa luz prestada / que le roba a lo oscuro / su claridad intacta! // Porque lo quiero todo / ya apenas quiero nada”, cuando el Señor nos da un nombre, es decir nos ama y nos llama, en Él lo tenemos todo.
Pero el mundo es bueno, y este esencial humanismo, sobrenatural y natural, lo vivió y predicó san Josemaría Escrivá: amó apasionadamente las cosas terrenas y la realidad del mundo mismo como criatura de Dios, por su origen divino, incluso en los menudos pormenores de la vida diaria. «Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yahvé lo miró y vio que era bueno […] Cualquier modo de evasión de las honestas realidades de la vida diaria es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios». Hay mal en el mundo, y una aparente impotencia de Dios, que «prefiere» que le queramos libremente. «No desea siervos forzados, prefiere hijos libres», «ha querido correr el riesgo de nuestra libertad». La actitud religiosa como sumisión del hombre a Dios es contraria a esa libertad de los hijos de Dios, en la medida que tiene idea de un rebajamiento, inevitablemente connotada por el concepto de la sumisión, esta palabra está gastada y hoy no parece la más acertada y oportuna para expresar lo que realmente sucede cuando se juntan el querer humano y el divino. Frente a la idea del sometimiento o sumisión, la religión como rebeldía –salir de toda esclavitud, querer a Dios “porque nos da la gana”-, no es una libertad que se doblega ante Dios, sino una libertad que se eleva basta Él, levantándose contra la tiranía de la bestia que se agazapa tantas veces en el hombre (A. Millán Puelles).
Es la libertad que nos ganó Cristo. Nuestro Dios y Padre, a pesar de nuestras grandes fragilidades, miserias y pecados, nos ha amado sin medida. Él envió a su propio Hijo, la Palabra eterna, para que, hecho uno de nosotros, nos santificara perdonándonos nuestros pecados mediante su muerte en la cruz, y dándonos nueva vida mediante su gloriosa resurrección. Desde entonces nuestra vocación mira a llegar a poseer los bienes eternos, pues Dios nos ha hecho coherederos de los mismos, junto con su Hijo. Pero mientras vamos como peregrinos por este mundo, quienes hemos sido santificados por el Señor, somos enviados por Él para que, en su Nombre, hagamos llegar la salvación a todos los hombres. Por eso, confiados plenamente en el Señor, no podemos huir del mundo; debemos permanecer en él como testigos de Cristo. Y puesto que nuestra naturaleza es frágil debemos dejarnos conducir por el Señor, y fortalecer por su Espíritu, de tal forma que el anuncio de la salvación no lo hagamos sólo con los labios, sino con una vida íntegra. Que el Señor nos libre del mal y nos haga auténticos testigos suyos. El Señor nos quiere fraternalmente unidos por el Amor que procede de Él. Hoy nos reúne en torno a su Mesa para hacernos partícipes de su Vida y de su Espíritu. Su Palabra, pronunciada sobre nosotros, nos santifica, nos purifica y, al encarnarse en nosotros, nos hace ser un signo creíble de su amor en el mundo. El Señor, como nuestro Buen Pastor, no sólo vela por nosotros sino que nos alimenta y fortalece para que no nos dobleguemos ante las insidias del mal ni de nuestra propia concupiscencia. Su oración ante el Padre Dios, elevada junto con su Iglesia en esta Eucaristía, se convierte para nosotros en la garantía de que seremos sus testigos y los constructores fieles de su Reino entre nosotros. Elevemos, junto con Él, nuestra oración de alabanza al Padre Dios y, junto con Él, pidamos la fuerza necesaria para no dejarnos dominar por el mal. El Señor nos quiere no sólo fraternalmente unidos, sino trabajando constantemente por la unidad, de tal forma que el amor, que procede de Él y que habita en nuestro corazón, nos haga auténticos constructores de unidad y no de división. Al paso del tiempo han surgido lobos rapaces, que no han tenido compasión del rebaño, que han anunciado doctrinas perversas y han destruido la unidad en torno a nuestro único Dios y Padre. Él nos ama a todos y quiere que seamos un solo rebaño bajo un solo Pastor, Cristo Jesús. Santificados por la Palabra de Dios somos enviados al mundo para santificarlo, no para destruirlo. Que Dios nos conceda la Fuerza de su Espíritu Santo para que podamos vivir como testigos de Cristo, y no como predicadores de inventos nuestros, que no han nacido de Dios sino de una visión demasiado corta o mal interpretada del amor que Él nos ha manifestado por medio de su Hijo amado. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir una auténtica unidad en torno a Cristo, de tal forma que algún día podamos vivir esa unidad en plenitud en la Casa del Padre. Amén (www.homiliacatolica.com).
Llucià Pou Sabaté

martes, 7 de junio de 2011

MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: Jesús abre su alma en una despedida-testamento a sus discípulos (lo mismo vemos de Pablo a sus iglesias): oraci

MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: Jesús abre su alma en una despedida-testamento a sus discípulos (lo mismo vemos de Pablo a sus iglesias): oración sacerdotal con apertura del alma en su oración a Dios, y entrega a los discípulos de la misión apostólica

Hechos 20,17-27: 17Desde Mileto envió un mensaje a Éfeso y convocó a los presbíteros de la iglesia. 18Cuando llegaron les dijo: Vosotros sabéis cómo me he comportado en vuestra compañía desde el primer día que entré en Asia, 19sirviendo al Señor con toda humildad y lágrimas y con las dificultades que me han venido por las insidias de los judíos; 20cómo no dejé de hacer nada de cuanto podía aprovecharos, y os he predicado y enseñado públicamente y en vuestras casas, 21anunciando a judíos y griegos la conversión a Dios y la fe en nuestro Señor Jesús. 22Ahora, encadenado por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin conocer lo que allí me sucederá, 23excepto que por todas las ciudades el Espíritu Santo testimonia en mi interior para decirme que me esperan cadenas y tribulaciones. 24Pero en nada estimo mi vida, con tal de consumar mi carrera y el ministerio que recibí del Señor Jesús de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios.
25Sé ahora que ninguno de vosotros, entre quienes pasé predicando el Reino, volveréis a ver mi rostro. 26Os testifico por ello en este día que estoy limpio de la sangre de todos, 27pues no dejé de anunciaros todos los designios de Dios. Hch 20, 17-27

Salmo responsorial: 67, 10-11.20-21: Derramaste una lluvia copiosa, oh Dios, / reconfortaste tu heredad extenuada. / Tu grey habitó en la heredad / que, en tu bondad, oh Dios, preparaste al pobre. // ¡Bendito sea el Señor, día tras día! / Él lleva nuestras cargas, es el Dios de nuestra salvación. / Dios es para nosotros el Dios que salva, / y al Señor, nuestro Dios, / debemos el escapar de la muerte.

Evangelio según san Juan 17,1-11 (también se lee el domingo 7ª de Pascua A): Jesús, dicho esto, elevó sus ojos al cielo y exclamó: Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique; ya que le diste poder sobre toda carne, que él dé vida eterna a todos los que Tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado. Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora, Padre, glorifícame Tú a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera. He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, me los confiaste y han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y he sido glorificado en ellos. Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y yo voy a Ti.

Comentario: 1. Un motín dirigido contra Pablo obliga a éste a abandonar Éfeso. Las constantes persecuciones de los judaizantes le obligan a modificar continuamente sus planes de viaje: está acosado. Se acerca el desenlace. Sabe que, desde ahora no tardarán en atraparle. En su escala a Mileto se despide de los «Ancianos», venidos expresamente de Éfeso. En este tercer gran discurso de Pablo, el discurso de despedida emocionada a todas las iglesias que ha fundado, tenemos un verdadero testamento pastoral, está destinado especialmente a los que ejercen un cargo en la Iglesia (segunda parte). He aquí el retrato del «apóstol» según san Pablo (primera parte). Hoy y mañana escuchamos este discurso de despedida, y como en todo discurso de despedida, encontramos una mirada al pasado, otra al presente y una final al futuro de la comunidad (esta última la leeremos mañana). Pablo, ante todo, hace un resumen global de su ministerio, en el que se presenta a sí mismo como modelo de apóstol y de responsable de comunidad (tal vez hay que entender que es Lucas quien redactó un panegírico tan encendido de Pablo): «he servido al Señor», «no he ahorrado medio alguno», «he predicado y enseñado en público y en privado», «nunca me he reservado nada». Y todo esto con mil contratiempos y «maquinaciones de los judíos» contra él. La teología y la situación de las Iglesias que se manifiesta en su trasfondo hacen pensar que se trata de una composición literario-teológica de Lucas, como ocurre generalmente con los discursos de los Hechos. Pero no por eso tendría menos valor o es menos; pero la Biblia de Navarra indica al contrario que el patetismo, la agilidad y la hondura espiritual del discurso nos hablan de la autoría de Pablo.
Ahora Pablo se dirige a Jerusalén, «forzado por el Espíritu». Y de nuevo es admirable su actitud y disponibilidad: «no sé lo que me espera allí», aunque sí «estoy seguro que me aguardan cárceles y luchas». Y sin embargo va con confianza: «no me importa la vida: lo que me importa es completar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el SeñorJesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios».
-«Sirviendo al Señor, con humildad...» ha hecho un servicio, imitar a Cristo o dejar que Cristo hiciera por él: ser instrumento de Jesús. Lo que dice no es su propia palabra: Pablo es «servidor» de otro. En la humildad. Danos, Señor, da especialmente a los sacerdotes ese desprendimiento de cualquier suficiencia, de cualquier orgullo, para estar siempre y exclusivamente a tu servicio.
-“Con lágrimas y en medio de muchas pruebas... que me han ocasionado las maquinaciones de los judaizantes”. Ya sabe Pablo que «el servidor no está por encima de su amo». Tú lo dijiste, Señor. El apostolado no es un tranquilo entretenimiento. Toda responsabilidad en la Iglesia, toda vida cristiana auténtica están marcadas por la cruz. Para Pablo, su cruz principal vino de los que no aceptaban evolucionar, pasar del judaísmo a la fe en Cristo. Cada uno de nosotros tiene su cruz. Toda "prueba" tiene valor si sabemos asociarla a la redención. La salvación de la humanidad no se logra de otro modo, sino de la manera que Jesucristo ha establecido. Es duro Señor... pero danos la gracia de aceptarlo.
-“Yo nunca me acobardé, cuando era necesario anunciar la palabra de Dios”. Valentía. Seguridad. Audacia. «Yo nunca me acobardé» Esta fórmula deja suponer que alguna vez, Pablo sintió la tentación de «acobardarse», de huir, de callarse, de renunciar. Perdón, Señor por todas nuestras cobardías, por todos nuestros silencios.
-“En público y en privado, daba testimonio a judíos y a griegos para que se convirtieran a Dios”. Este fue el auditorio y la búsqueda de Pablo. ¡Sin discriminación! Si los judíos, por su estrechez de miras, perjudicaron tanto a Pablo, éste no les guarda ningún resentimiento: también a ellos ha de proclamar la Palabra de Dios, como la proclama a los griegos… diríamos hoy: «creyentes de siempre» y «no-creyentes»... También hoy la Palabra de Dios se dirige a todos. En los conflictos del mundo nuestro, en el que las clases sociales están, a veces, tan diferenciadas, ¡suscita, Señor, apóstoles como san Pablo! (cf. Presbiterorum ordinis 5).
-“Ahora, yo, encadenado por el Espíritu... sin saber lo que me va a suceder...” Este es el motor profundo de su acción apostólica. Está acabado. El dice «encadenado», pero por el Espíritu. No hace lo que quiere. Va donde el Espíritu le lleva. Es la aventura integral, sin ninguna previsión posible por adelantado. Decía san Josemaría Escrivá: “El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil. Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad (…) Lógicamente, en nuestra jornada no toparemos con tales ni con tantas contradicciones como se cruzaron en la vida de Saulo. Nosotros descubriremos la bajeza de nuestro egoísmo, los zarpazos de la sensualidad, los manotazos de un orgullo inútil y ridículo, y muchas otras claudicaciones: tantas, tantas flaquezas. ¿Descorazonarse? No. Con San Pablo, repitamos al Señor: siento satisfacción en mis enfermedades, en los ultrajes, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias por amor de Cristo; pues cuando estoy débil, entonces soy más fuerte”
-“Mi propia vida no cuenta para mí, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús”. Ha dado su vida. Ya no le pertenece. No cuenta para él. Ama. Vive para otro: Jesús.
-“Dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios...” Anunciar, por entero, la voluntad de Dios. Tal es el contenido del feliz mensaje: el don gratuito (Noel Quesson).
Pablo fue en verdad un gigante como apóstol y como dirigente de comunidades. El retrato que hemos visto hoy está más que justificado con las páginas de los Hechos que hemos ido leyendo estas semanas: su entrega a la evangelización, su generosidad y su espíritu creativo, siempre al servicio del Señor y dejándose llevar en todo momento por el Espíritu. Es un misionero excepcional y un líder nato. Pablo nos resulta un estímulo a todos nosotros. Lo que él hizo por Jesús y lo que estamos haciendo nosotros en la vida, probablemente no se pueden comparar. Al final de un curso, o de un año, o de nuestra vida, ¿podríamos nosotros trazar un resumen así de nuestra entrega a la causa de Cristo, de la radicalidad de nuestra entrega y del testimonio que estamos dando de El en nuestro ambiente? Confusión y vergüenza, en cuanto que la generosidad que vemos en Él no tiene límites en la entrega, mientras que la nuestra adolece casi siempre de cobardías, medias tintas, ambigüedades, reservas. No acabamos de ser totalmente de Cristo. También nosotros lo podemos todo con la fuerza del Espíritu. Recuerdo aquella poesía de Ernestina de Champourcin: “Espíritu que limpias, santificas y creas. / Espíritu que abrasas y consumes la escoria, / Tú que aniquilas todo lo inútil y lo impuro / y puedes convertirnos en antorchas vivientes, // ciéganos con tu luz, ven y arrasa este mundo, ven y arrasa este mundo / sucio de tantos siglos que lo surcan y agobian… / Se nos derrumba el suelo maltrecho y abrumado / bajo la carga inmensa del tiempo y del dolor. // Sana esta pobre tierra enferma de nosotros, / de nuestro andar confuso que no sabe abrir rastros, / de nuestra eterna duda con su temblor constante, / de las vacilaciones que ahogan la semilla. // Desgaja, rompe, azota… Seremos leño dócil / si quieres inflamarnos para prender tu hoguera. / Visítanos, al fin, con un viento de gracia / que aniquile y destruya para sembrar de nuevo. // Espíritu de Dios, quémanos las entrañas / con ese fuego oculto que corroe y devora. / Cuando sólo seamos unos huesos ardientes / se iniciará en nosotros la gloria de tu reino”.
A nosotros nos falta generosidad y nos sobra cobardía. Es que no nos dejamos ganar por la voluntad del Padre, por la oración de Jesús, por la invitación del Espíritu. Cristo dice al Padre que ha cumplido su misión y que nos ha adoctrinado. Pero reconoce que nos encuentra siempre débiles; y ardientemente ruega por nosotros al Padre. Y al hacer su oración por nosotros, nos va señalando el buen camino: Reconocernos como somos, y confiar en el que puede más que nosotros y está a nuestro lado. ¡Qué hermoso es aventurarnos en la gran aventura de ponernos en sus manos, y, al mismo tiempo, ponernos al servicio del bien, de los hermanos, de los pobres, de cuantos nos necesitan! (J. Aldazábal).
Anunciar a Cristo a tiempo y a destiempo. No escatimar nada, con tal de que el Evangelio llegue a todos. Esa es la Misión que el Señor nos confió. Si no queremos ser responsables de la condenación de los demás anunciémosles en su totalidad el Mensaje de Salvación. Hagámoslo no sólo con las palabras, sino con el testimonio de nuestra vida misma. Dios nos quiere fieles a Él, hasta que lleguemos, junto con Cristo, victoriosos al final de nuestra carrera, ahí donde Cristo nos espera para hacernos participar de su Gloria. Ante esta esperanza que tenemos depositada en Él ¿nos angustiará la muerte? No. Nuestra única preocupación es estar con Cristo eternamente. Y esto sólo lo lograremos en la medida en que hayamos unido a Él nuestra vida, y hayamos cumplido el encargo que recibimos del Señor Jesús: anunciar a todos el Evangelio de la gracia de Dios.
2. Sal. 67. Dios ha sido nuestra fortaleza, nuestro poderoso protector, nuestro amparo, nuestro auxilio. Dios jamás nos ha abandonado en nuestros sufrimientos, en nuestras pobrezas y enfermedades. Como Padre lleno de amor por sus Hijos Él nos ha colmado de sus favores. Más aún, viéndonos desorientados como ovejas sin Pastor, envió a su propio Hijo para que quienes creamos en Él, en Él tengamos el perdón de nuestros pecados y la vida eterna. Esos bienes y esa herencia es lo que el Señor ha preparado para los pobres, que somos nosotros. Por eso sea Él bendito ahora y por siempre, pues nos lleva sobre sus alas para salvarnos y librarnos de la muerte.
3. Leemos hoy y en los dos próximos días, toda la oración-testamento de Jesús (Jn 17,1-26). En el uso litúrgico se llama oración sacerdotal, desde el siglo XVI. Y en el contexto ecuménico, oración por la unión de los cristianos. Tiene, pues, diferentes lecturas, según los contextos en que se use. En la Biblia es una síntesis de la teología joánica, escrita en el género literario “oracional”. A este género literario pertenecen los discursos-testamento que el AT pone en boca de personajes como Jacob (Gn 49) y Moisés (Dt 31-34). Esta oración-testamento del evangelio de Juan, resume en boca de Jesús los temas importantes de su misión y su enseñanza, centrándolos en la unidad de amor y de vida de Jesús con el Padre. Unidad, por la que el Hijo participa de la gloria del Padre. La gloria de Dios se manifiesta en la actividad salvadora por la que Dios da nueva vida. De esa gloria participa Jesús como su enviado, porque, unido a Dios Padre, lo da a conocer dando nueva vida (Pere Oliva).
Hacia el final de su última reunión con sus discípulos, la tarde del Jueves santo, el tono de Jesús cambia. Juan nos lo muestra rogando al Padre como a su único interlocutor. Esta oración sacerdotal que leeremos estos días tiene tres partes: en los vv. 1-5 pide Jesús la glorificación de su Humanidad y la aceptación por parte del padre de su sacrificio en la Cruz. En vv. 6-19 ruega por sus discípulos a los que va a enviar al mundo; y vv. 20-26 ruega por la unidad de todos los creyentes.
-“Jesús, levantando los ojos al cielo, añadió”: Una actitud corporal de oración. Los "ojos" de Jesús... expresan la actitud de todo su ser. Nosotros, por la fe, querríamos participar de este anhelo divino, de esta “presencia a oscuras” que decía Ernestina de Champourcin: “Estrella que viste a Dios, / dame un rayo de su luz. / ¡Oh nube que me lo ocultas, / desgarra un poco tu velo! / Águila que lo rozaste, / inclina hacia mí tus alas. / Sol que estuviste a sus pies, / ¡abrásame con tu fuego”: querríamos entrar en él Cenáculo, “en silencio”: “Quiero cerrar los ojos y mirar hacia dentro / para verte, Señor, / quiero cerrar los ojos y volver la mirada / al faro de tu amor; / quiero cerrar mis ojos y olvidar los paisajes / de tan lánguido ardor, / que en el alma despiertan morbosas inquietudes / de escondido dulzor; / quiero olvidar pupilas que en las mías clavaron / su hechizo tentador, / dejando para siempre temblando en mi recuerdo / su místico dolor. / Quiero cerrar los ojos y sentir de tu fuerza / el terrible vigor, / quiero cerrar los ojos y mirar hacia dentro / ¡para verte, Señor!” Es el “¡Señor, que vea!” que decía san Josemaría en su barruntar, cerca de 10 años buscando…
-"Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique". Este verbo "glorificar" se repetirá cuatro veces en unas pocas frases. Esta palabra expresa una densidad de oración de una intensidad extrema: la "gloria", para toda la tradición bíblica, era lo propio de Dios (resplandor, honor: “hemos visto su gloria”… Jn 1,14). La palabra hebrea "Kabod" sugiere la idea de "peso". A diferencia de nuestra lengua, la "Gloria" no es pues sobre todo este "brillante exterior del renombre" que desgraciadamente puede existir sin valor real... sino que justamente es aquel peso real de un ser lo que define su importancia efectiva. Lo que Jesús pide a Dios, su Padre, es que esta Gloria divina se manifieste a la hora misma de su muerte (cf. Fil 2,6s).
-“El dará la vida eterna a todos los que Tú le diste y la vida eterna es que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo”. La gloria de Dios, es la salvación del hombre, y la salvación del hombre, es el conocimiento de Dios. La "vida"... "conocer a Dios". La "vida eterna..." Esta vida ha empezado ya en la medida en que avanzamos en este conocimiento, que no es sobre todo un avanzar intelectual, sino la unión de todo nuestro ser con Dios. Ciertas personas muy sencillas tienen un profundo conocimiento de Dios, que no alcanzan a tener jamás ciertos sabios. ¡Danos, Señor, este conocimiento vital de ti!
-“He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran y Tú me los diste y ellos han puesto por obra tu palabra”. La segunda palabra importante, después de la de glorificar es la de "dar: en la única página del evangelio de hoy, Jesús la pronuncia diez veces... El Padre ha "dado" poder al Hijo... ha "dado" la Gloria al Hijo... ha "dado" palabras al Hijo... Y Jesús "da" la vida eterna a los hombres... "da" las palabras del Padre a los hombres... Sí, la obra de Jesús, es hacer participar a la humanidad en todo lo que ha recibido del Padre. Dar. Darse. Actitudes esenciales del amor.
-“Todo lo que es mío es tuyo, todo lo que es tuyo es mío”. Es una de las más perfectas definiciones del amor, de la Alianza. He aquí lo que Jesús decía de Dios, he aquí lo que él decía a Dios. ¿Puedo yo mismo repetirlo pensando en Dios? Pensando también en todos aquellos a quienes creo amar... Verdaderamente ¿hago participar de lo mío a los demás? ¿Es verdad también que no guardo nada? Señor Jesús, ven a enseñarnos a amar de verdad (Noel Quesson).
También aquí -en un paralelo interesante con el discurso de despedida de Pablo- Jesús resume la misión que ha cumplido: «yo te he glorificado sobre la tierra», «he coronado la obra que me encomendaste», «he manifestado tu nombre a los hombres», «les he comunicado las palabras que tú me diste y ellos han creído que tú me has enviado». Dentro de poco, en la cruz, Jesús podrá decir la palabra conclusiva que resume su vida entera: «consummatum est: todo está cumplido». Misión cumplida. Ahora, su oración pide ante todo su «glorificación», que es la plenitud de toda su misión y la vuelta al Padre, del que procedía: «glorifica a tu Hijo». Pero es también una oración por los suyos: «por estos que tú me diste y son tuyos». Les va a hacer falta, por el odio del mundo y las dificultades que van a encontrar: «ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti».
Es la hora de las despedidas: la de Jesús en la Ultima Cena y la de Pablo en Mileto. La oración de Jesús está impregnada de amor a su Padre, de unión íntima con Él, y a la vez de amor y preocupación por los suyos que quedan en este mundo. Todos nosotros estábamos ya en el pensamiento de Jesús en su oración al Padre. Sabía de las dificultades que íbamos a encontrar en nuestro camino cristiano. No quiere abandonarnos: - pide sobre nosotros la ayuda del Padre, - él mismo nos promete su presencia continuada; el día de la Ascensión nos dirá: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»; como dice el prefacio de la Ascensión, «no se ha ido para desentenderse de este mundo»; - y además nos da su Espíritu para que en todo momento nos guíe y anime, y sea nuestro Abogado y Maestro. Con todo esto, ¿tenemos derecho a sentirnos solos?, ¿tenemos la tentación del desánimo? Entonces ¿para qué hemos estado celebrando durante siete semanas la Pascua de Jesús, que es Pascua de energía, de vida, de alegría, de creatividad, de Espíritu? (J. Aldazábal).
Jesús es como si nos dijera lo de este himno de Laudes: “Me voy, sí, pero / Yo no dejo la tierra. / No. Yo no olvido a los hombres. / ya se marca nuestra hora, / comienza nuestra tarea, / y hay que partir a la aurora”. Jesús ha llevado a cabo la obra que el Padre Dios le confió: darnos a conocer a Dios como nuestro Padre, y hacernos partícipes de la vida eterna. Conocer, hacer nuestro al Padre y al Hijo, vivir en Él y que Él viva en nosotros en una auténtica comunión de vida, en eso consiste la Vida eterna. Ahora Jesús, llegado al momento supremo de su amor por nosotros y de su fidelidad amorosa a su Padre Dios, le pide a Él que lo glorifique. Es decir que el Padre Dios cumpla también su obra en Cristo Jesús, glorificándolo, elevándolo a su Diestra como Dios y Señor, para que el mundo crea y se salve. Así Cristo se convierte en el único camino que nos conduce a la perfección en Dios, pues no hay ni habrá otro nombre en el cual podamos salvarnos. Nosotros, junto con Cristo, hemos sido glorificados, perdonados, santificados. La salvación, la vida de la que participamos es para que la manifestemos a los demás. Los que hemos sido liberados de nuestras esclavitudes, por medio del Misterio Pascual de Cristo, no podemos continuar viviendo como condenados. Tratemos de continuar trabajando para que el Nombre de Dios sea glorificado entre nosotros.
Reunidos en esta celebración Eucarística, venimos para entrar en una más intima comunión de vida con el Señor. Él nos glorifica a nosotros, pues nos salva y nos hace participar de su Vida y de su Espíritu. Tal vez nosotros no hemos vivido totalmente comprometidos con la glorificación de Dios, dando a conocer su Nombre a los demás con nuestras palabras, con nuestras obras, con nuestras actitudes y con toda nuestra vida. El Señor sabe que somos frágiles; y con gran amor ha escuchado nuestra petición de perdón, que le hemos hecho con humildad. Pero Él no sólo quiere perdonarnos por medio del Sacramento de la Reconciliación. También quiere vernos comprometidos en la manifestación de su Nombre a todas las naciones, para que todos reconozcan públicamente que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. Así también nosotros, toda la Iglesia debemos tener ese señorío sobre el mundo; señorío que nos debe llevar a estar al servicio del evangelio, y no como dominadores conforme a los criterios de este mundo. Toda nuestra vida, por tanto, tiene como finalidad convertirse en una continua glorificación del Nombre de nuestro Dios y Padre.
Y glorificamos a nuestro Dios y Padre cuando damos a conocer, desde el rostro descubierto de la Iglesia, el Rostro amoroso de Dios a nuestro prójimo. Habiendo sido renovados en Cristo vivamos amando, como nosotros hemos sido amados por Él. Sepamos perdonarnos mutuamente, sabiendo que si Dios nos ha perdonado no podemos condenar a nadie. Sepamos socorrer a los necesitados, pues Dios no quiere que vivamos de un modo egoísta; los bienes que ha puesto en nuestras manos deben ser como las armas con las que venzamos al mal, pues, como dice la Escritura, el que socorre a los pobres borra la multitud de sus propios pecados. Tratemos de llegar al final de nuestra carrera con las manos y el corazón llenos de buenas obras. Entonces, no importando que hayamos perdido la vida por nuestro amor a Cristo y a nuestros hermanos, seremos coronados con la Vida eterna, pues, siendo de Cristo y permaneciéndole fieles seremos del Padre eternamente. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber abrir nuestro corazón al perdón, a la Vida y al Espíritu de Dios en nosotros, para que podamos glorificar a Dios con una vida recta, dándolo a conocer a nuestros hermanos, hasta que, algún día, nuestro Padre Dios nos glorifique junto con su Hijo en la eternidad. Amén (www.homiliacatolica.com).Llucia Pou Sabaté

LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: hemos de fomentar una fe sin miedo a nada ni nadie, porque Jesús ha vencido todo lo malo, con Él estamos seguros

LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: hemos de fomentar una fe sin miedo a nada ni nadie, porque Jesús ha vencido todo lo malo, con Él estamos seguros
1. Pablo llegó a Éfeso por segunda o tercera vez, se quedará allá por lo menos dos años y medio, entre los años 53 y 56: “Mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo, una vez recorridas las regiones altas, llegó a Efeso, encontró a algunos discípulos y les preguntó: ¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe? Ellos le respondieron: Ni siquiera hemos oído que haya Espíritu Santo. El les replicó: ¿Entonces con qué bautismo habéis sido bautizados? Con el bautismo de Juan, respondieron. Pablo contestó: Juan bautizó con un bautismo de penitencia diciendo al pueblo que creyeran en el que había de venir detrás de él, esto es, en Jesús. Cuando oyeron esto se bautizaron en el nombre del Señor Jesús. Al imponerles Pablo las manos, vino el Espíritu Santo sobre ellos, de modo que hablaban en lenguas y profetizaban. Eran entre todos unos doce hombres. Entró en la sinagoga y habló abiertamente durante tres meses, exponiendo lo referente al Reino de Dios y tratando de convencerles” (Hechos 19,1-8).

2. Por medio de la Ley, dada en el Sinaí, Dios camina con su Pueblo hasta establecerlo en Sión, su Ciudad Santa. Cristo Jesús, por medio del amor, ha llevado a su plenitud la Ley; por medio de ese amor inició su camino hacia el hombre, en el cual ha hecho su morada, pues al infundir en nuestros corazones el Don de su Amor, Él habita en nosotros como en un templo: desde allí protege al débil, protege a su pueblo tal como en tiempos de Moisés. Nuestro Dios y Padre siempre irá con nosotros, encaminando a su Iglesia hacia su perfección en Cristo:
“Se levanta Dios, y se dispersan sus enemigos, / huyen de su presencia los que lo odian; / como el humo se disipa, se disipan ellos; / como se derrite la cera ante el fuego, / así perecen los impíos ante Dios. // En cambio, los justos se alegran, / gozan en la presencia de Dios, / rebosando de alegría. / Cantad a Dios, tocad en su honor… su nombre es el Señor… // Padre de huérfanos, protector de viudas, / Dios vive en su santa morada. / Dios prepara casa a los desvalidos, / libera a los cautivos y los enriquece” (Salmo 67,2-7).
3. Al final del último discurso de Jesús después de la cena (Jn 16,29-33) le dicen los discípulos a Jesús: “Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación”; esto es justamente lo que los discípulos han experimentado en su trato con Jesús; sabe las cosas de Dios y sabe cuanto se refiere a la felicidad y a la desgracia del hombre.
…“ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por esto creemos que has salido de Dios”. ¿Por qué razón se dice "no necesitas que te pregunten?". Porque la ciencia de Jesús, es decir, el conocimiento que Jesús tiene acerca de Dios y acerca del hombre, es una sabiduría que El comunica a los suyos. No es como los maestros de este mundo, un saber que él guarde exclusivamente para sí y que únicamente va comunicando a los suyos, como a cuentagotas, a base de las preguntas que le vayan formulando. "Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer".
"El Espíritu de la verdad os conducirá a la verdad plena". En esa ciencia reveladora de Jesús quedan superadas todas las preguntas de los discípulos. En todo lo que él nos ha revelado se encuentra la respuesta de todas las preguntas humanas. Más aún, desde el momento en que uno acepta a Jesús como Señor de su vida y toma en serio su palabra como norma suprema, esas preguntas ya están todas contestadas anticipadamente.
“Jesús les dijo: ¿Ahora creéis? Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo, aunque no estoy solo porque el Padre está conmigo. Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo”.
"¿Ahora creéis?" Un interrogante que tiene sabor de sorpresa… cuando llega esa hora que anuncia Jesús, la hora de la pasión y de la muerte, la hora en la que no tiene sentido las cosas que suceden, dejamos de creer. Los discípulos -como nosotros- aún no tenían fe; la fe está inseparablemente unida a la hora, a la muerte y resurrección. La fe es inseparable del escándalo de la cruz. Por eso cuando llegó la hora del escándalo tuvo lugar la dispersión y el abandono de los discípulos. La situación histórica de los discípulos, dispersados por la muerte de Jesús, es la situación, repetida constantemente en los creyentes. Se tiene la impresión una vez más, que el vencedor es el diablo, el príncipe de este mundo; el creyente siente la tentación de abandonar a Jesús y buscar refugio en el mundo. Seguir confiando en Jesús y en su palabra es la única manera de encontrar la paz. Porque él no está solo. El Padre está con él y, por tanto, tiene que ser en realidad el vencedor. El Padre no puede ser vencido. Esta Palabra de Jesús está dirigida a mí, como lo está a todos los creyentes: quiere revelar la incapacidad de cada uno de nosotros para traducir efectivamente en nuestros actos, la Fe... que afirmamos sin embargo con nuestros labios al recitar el "credo". No, no basta cantar el Credo para enorgullecerse de ser de los que están en la Verdad. ¿Cuántas de nuestras conductas abandonan a Jesús? Señor, haz que seamos humildes. Señor, haced que nuestra vida cotidiana corrresponda a lo que afirmamos el domingo.
«¿Ahora creéis?». Él sabe muy bien que dentro de pocas horas le van a abandonar todos, asustados ante el cariz que toman las cosas y que llevarán a su Maestro a la muerte. Allí flaquearán todos. Jesús les quiere dar ánimos ya desde ahora, antes de que pase. Quiere fortalecer su fe, que va a sufrir muy pronto contrariedades graves. Pero la victoria es segura: «en el mundo tendréis luchas, pero tened valor: yo he vencido al mundo». Así acaba el documento vaticano dirigido a los sacerdotes: “Por lo demás, el Señor Jesús, que dijo: "Confiad, yo he vencido al mundo" (Jn., 16, 33), no prometió a su Iglesia con estas palabras una victoria completa en este mundo. Pero se goza el Sagrado Concilio porque la tierra, repleta de la semilla del Evangelio, fructifica ahora en muchos lugares bajo la guía del Espíritu del Señor, que llena el orbe de la tierra, y que excitó en los corazones de muchos sacerdotes y fieles el espíritu verdaderamente misional. De todo ello el Sagrado Concilio da amantísimamente las gracias a todos los presbíteros del mundo: "Y al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús" (Ef 3,20-21)”.
-“Pero no estoy solo: el Padre esta conmigo”. Cuán emocionante resulta este final de la frase de Jesús. A sus apóstoles acaba de decirles que todos le abandonarán: vosotros me dejaréis solo... ¡pero no! "No estoy nunca solo... El Padre está conmigo... El, no me abandona nunca... estoy seguro de que puedo contar con El... El, me ama sin fallo..." Entretenerse en decir, y en repetir, esta palabra de Jesús.. . en meditar y volver a meditar esta forma... en contemplar y volver a contemplar lo que esto nos revela del "interior de Jesús. Y a mí, ¿me llega también la tentación de pensar que estoy solo? Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero, ¡confiad!; Yo he vencido al mundo. Jesús nos repite aquí nuestra doble pertenencia: los creyentes están "en el mundo", y "en Jesús"... de aquí nuestros quebrantos y nuestros abandonos. Pero de las dos pertenencias una es más fuerte que la otra: confiad, Yo he vencido "al mundo". Así pues, ya no es el sufrimiento el que domina, sino la paz. Esta es la última palabra que Jesús dirigió a sus amigos. A partir de este momento, Jesús entrará en el misterio de su última plegaria: en lo sucesivo se dirigirá a su Padre (Noel Quesson).
¿De veras creemos? La pregunta de Jesús podría ir dirigida hoy a cada uno de nosotros, que decimos que tenemos fe. Nunca es segura nuestra adhesión a Cristo. Sobre todo cuando se ve confrontada con las luchas que él nos anuncia y de las que tenemos amplia experiencia. ¿Hasta qué punto es sólida nuestra fe en Jesús? ¿aceptamos también la cruz, o no quisiéramos que apareciera en nuestro camino? Nos puede pasar como a Pedro, antes de la Pascua. Todo lo iba aceptando, menos cuando el Maestro hablaba de la muerte, o cuando se humillaba para lavar los pies de los suyos. La cruz y la humillación no entraban en su mentalidad, y por tanto en su fe en Cristo. Luego maduró por obra del Espíritu. ¿Abandonamos a Cristo cuando sus criterios de vida son contrarios a nuestro gusto o a la moda de la sociedad? ¿le seguimos también cuando exige renuncias? El mismo Jesús nos ha dado ánimos: ninguna dificultad, ni externa ni interna, debería hacernos perder el valor. Unidos a él, participaremos de su victoria contra el mal y el mundo. La última palabra no es la cruz, sino la vida. Y ahí encontraremos la serenidad: «para que encontréis la paz en mí»” (J. Aldazábal).
Son días para pensar en la fiesta de Pentecostés a la que nos preparan las lecturas, de la mano de María en este mes de mayo, y estos días contemplándola como Esposa del Espíritu Santo. Él nos enseñará a guardar todo cuanto nos ha mandado Jesús, quien añadió: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 16-20). El Señor se marcha, pero no nos deja huérfanos: permanecerá con nosotros hasta el fin de los siglos. ¿Cómo se queda? En la Iglesia, en los Sacramentos (por su presencia bautismal, por la sustancial presencia de Jesús en la Eucaristía), por su Palabra al meditar la Escritura, en la intimidad del corazón donde fomenta con su presencia las virtudes teologales y cardinales dando a la inteligencia y voluntad un dejarse llevar dócilmente por esa fuerza divina. Dicen los teólogos que es la prolongación en el tiempo de la Procesión eterna del Padre y del Hijo, por las misiones del Hijo y del Espíritu Santo; así la Encarnación y la Pentecostés se unen como puente de la inhabitación invisible de toda la Trinidad en el alma del cristiano. La palabra clave en esta relación nuestra con el Divino Espíritu es docilidad: si se lo permitimos, Él nos transforma con su acción santificadora. «Derrama sobre nosotros la fuerza del Espíritu, para que demos testimonio de ti con nuestras obras» (oración)
Llucià Pou sabaté

domingo, 5 de junio de 2011

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR – A: Jesús sube al cielo para poder guiarnos, con su presencia a través del Espíritu Santo, para que vayamos tamb


SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR – A: Jesús sube al cielo para poder guiarnos, con su presencia a través del Espíritu Santo, para que vayamos también con Él al cielo

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 1,1-11: En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios.
Una vez que comían juntos les recomendó: -No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.
Ellos lo rodearon preguntándole: -Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?
Jesús contestó: -No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.
Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: -Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse

SALMO RESPONSORIAL 46,2-3.6-7.8-9 R/. Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas [o, Aleluya]
Pueblos todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo; / porque el Señor es sublime y terrible, / emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones, / el Señor, al son de trompetas; / tocad para Dios, tocad, / tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo; / tocad con maestría. / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado.

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 1,17-23: Hermanos: Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.
Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

Final del santo Evangelio según San Mateo 28,16-20: En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: -Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

Comentario: 1. La primera lectura, común a los tres ciclos litúrgicos, nos relata la Ascensión del Señor. Llegamos al final del tiempo pascual: Jesús glorificado sube al cielo, y estamos a la espera de que envíe sobre nosotros el don del Espíritu Santo. Cristo resucitado "se manifestó a los apóstoles dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles por el espacio de cuarenta días, y hablándoles de las cosas tocantes al reino de Dios" (Hch 1,3); les fue instruyendo y nos pide también a nosotros: “Necesito tus manos para continuar bendiciendo; necesito tus labios para continuar hablando; necesito tu cuerpo para continuar sufriendo; necesito tu corazón para continuar queriendo. Te necesito para continuar salvando los hombres, mis hermanos”; luego de esos últimos encargos, "se fue elevando a la vista de ellos por los aires hasta que una nube lo encubrió a sus ojos" (Hechos 1, 8). “Ascensión” significa ascender, subir por virtud propia a diferencia de la Virgen que celebramos en la “Asunción” (ser subida por el poder de Dios). Jesús sube al cielo donde "está sentado a la derecha del Padre", es decir tiene la gloria igual a la del Padre, y allí como hombre es mediador e intercesor nuestro y quiere prepararnos tronos de gloria. Pero no podemos inhibirnos de las realidades terrenas, porque Jesús esté en el cielo y "donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su Cuerpo" (como si dijéramos: puesto que es imposible resolver los males del mundo, ¡vivamos la esperanza en el cielo!). Es la solución equivocada, fácil, de aquellos que se encierran en sí mismos, procuran resolver sus problemas personales, rozan sólo tangencialmente los de los demás... y su vida cristiana consiste en asegurar la propia salvación. Es el comportamiento de aquellos cristianos para los que la tierra y el tiempo en el que viven sólo tiene un valor relativo y su piedad, su salvación, lo es todo. Podríamos preguntarles: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?" Son muchos más de los que parece, porque son muchos los que dicen que aquí no se puede hacer nada, muchos los que actúan de modo que los problemas personales les hacen olvidar los deberes sociales. Tampoco es solución cristiana vivir los males de este mundo, olvidando que "no os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad" para establecer el Reino de Dios, que es justicia, libertad, paz y amor. Es la visión de aquellos para los que la vida futura no cuenta, y todos los males hay que resolverlos en el tiempo, y sólo con miras y medios humanos. Viven asfixiados por un presente sin trascendencia que, en la imposibilidad de solucionar los males, les conduce a un pesimismo, o a unos males tanto o más dolorosos que los que quieren remediar (R. Daumal).
“La liturgia pone ante nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de la vida de Jesucristo entre los hombres: Su Ascensión a los cielos. Desde el Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna, adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.
Al dolor, siguió la alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía débiles y, en este día de la Ascensión, preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? (Hch 1, 6); ¡es ahora cuando desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras miserias?
El Señor nos responde subiendo a los cielos. También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (cf Jn 4,6), cuando llora por Lázaro (cf Jn 11,35), cuando ora largamente (Lc 6,12), cuando se compadece de la muchedumbre (cf. Mt 15,32).
Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?
Si sabemos contemplar el misterio de Cristo, si nos esforzamos en verlo con los ojos limpios, nos daremos cuenta de que es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con El en la oración. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él (Jn 6,57). Quien conoce mis mandamientos y los cumple, ése es quien me ama. Y el que me ame será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él (Jn 14,21)” (san Josemaría Escrivá).
Para vivir este poder transformador de las realidades terrenas, necesitamos el trato con Jesucristo en el Pan y en la Palabra. El legado pascual, los 40 días de Jesús resucitado “no son sólo promesas. Son la entraña, la realidad de una vida auténtica: la vida de la gracia, que nos empuja a tratar personal y directamente a Dios. Si cumplís mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo he cumplido los mandatos de mi Padre y permanezco en su amor (Jn 15,10). Esta afirmación de Jesús, en el discurso de la última cena, es el mejor preámbulo para el día de la Ascensión. Cristo sabía que era preciso que El se fuera; porque, de modo misterioso que no acertamos a comprender, después de la Ascensión llegaría -en una nueva efusión del Amor divino- la tercera Persona de la Trinidad Beatísima: os digo la verdad: conviene que yo me vaya. Si no me fuese, el Paráclito no vendría a vosotros. Si me voy, os lo enviaré (Jn 16,7).
Se ha ido y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8,15).
¿Veis? Es la actuación trinitaria en nuestras almas. Todo cristiano tiene acceso a esa inhabitación de Dios en lo más intimo de su ser, si corresponde a la gracia que nos lleva a unirnos con Cristo en el Pan y en la Palabra, en la Sagrada Hostia y en la oración”. De hecho, los 40 días de Pascua recuerdan tantos aspectos de la historia de la salvación: el diluvio (Gen 7,17), los 40 años del desierto rumbo a la tierra prometida (Sl 95,11), 40 días de Moisés en el Sinaí con el Señor, para recibir la Alianza (Ex 24,18), 40 días con sus noches que anduvo Elías con la fuerza del pan enviado por Dios (1 Re 19,8) y ayuno de Jesús antes de la vida pública: todo ello nos habla de la necesidad de soledad, de desierto, de oración, para poder orientar bien la existencia. Jesús, en esos 40 días de apariciones, no estaba en Palestina: estaba ya "junto al Padre" y "desde allí" se hacía visible y tangible a los suyos. Jesús no se va, deja de ser visible. En la Ascensión Cristo no nos dejó huérfanos, sino que se instaló más definitivamente entre nosotros con otras presencias. "Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28,20). Así lo había prometido y así lo cumplió. Por la Ascensión Cristo no se fue a otro lugar, sino que entró en la plenitud de su Padre como Dios y como hombre. Y precisamente por eso se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Por esto es muy importante entender qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús se fue al cielo o que está sentado a la derecha de Dios Padre. La única manera de convertir la Ascensión en una fiesta es comprender a fondo la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Una partida da lugar a una ausencia. Una desaparición inaugura una presencia oculta.
Podemos sentir lo que el Señor nos muestra con este gesto de ir subiendo: ‘quae sursum sunt quaerite, quae sursum sunt sapite’: buscad las cosas de arriba, saboreadlas… La seguridad de la fe es ir andando por ese claroscuro que nos invita a abandonarnos en el Señor aunque tantas veces no veamos. Todo lo de aquí abajo es punto de partida, todo es providencial para ese encuentro con Dios, todo sirve si dejamos hacer a Dios... Hemos de estar con los pies en el suelo y la cabeza en el Cielo. Aquí en la tierra la felicidad nunca puede ser completa. Ahora lo vemos porque, guiados por un amor entero, noble, querríamos estar con Jesús físicamente, para que su bondad, su comprensión y quizá su reprensión no nos faltara y sería necesaria porque todavía andamos con tantas cosas. Hemos venido a la tierra no para estar con nosotros sino para buscar y saborear las cosas de arriba. Si respondemos a la gracia, colaboramos a la acción de Dios. Hemos de preguntarnos si tenemos este afán al que nos invita Cristo con su subida al Cielo. Si procuramos en las distintas circunstancias acercarnos más y más a Dios. Si nos preguntamos, como decía el Señor a los Apóstoles: "id","id" y les hacia ver que estamos llamados a un destino eterno. En la Iglesia, los que tienen encargo de pastor, han de tener a la vista esta consideración: invitar a todos a participar en esta invitación de Dios: vivir con la mirada en el Cielo. Qué consuelo da todo esto. Somos de Dios, tenemos que ir a Dios. Procedemos del Creador Omnipotente y tenemos que estar volviendo: unas veces por la contrición, otras llevados por su amor, para estar metidos en este mundo del Cielo que es el que ha querido para nosotros. Con su Ascensión unía Jesús el Cielo y la tierra. También nosotros, en nuestro comportamiento de hijos de Dios, podemos vivir esa mediación sacerdotal. Así toda la jornada. En nuestra pobre alma, a veces llena de un descontento porque no buscamos a Dios, no un descontento total por la gracia de Dios, pero descontento, porque tenemos la mirada aquí abajo. Y con la vida de Dios tenemos que vivir el Cielo en la tierra. Qué importante que sabiéndonos barro de la peor calida, que Dios ha escogido para que se vea su omnipotencia, tengamos la confianza suya para ser fuertes, exigentes, haciendo que ponga la inteligencia, la voluntad, el corazón en ese afán de que se cumpla lo que Dios quiere en ellos. El Cielo se une con la tierra. En este día de gloria, podemos pedir que se meta esa alma sacerdotal en cada uno, con docilidad, para que todos tengamos la mirada en lo alto. Que volvamos a levantar la mirada a esa morada en la que siempre vivió Cristo. No hay justificación para andar agarrados a las cosas de aquí abajo. Esta naturaleza nuestra tiene su lugar en el gozo de la contemplación de su Esencia. El Señor nos da su fuerza, la que le sube al Cielo, para que condenemos decididamente todo lo que en nuestra naturaleza nos lleve a tener una vida chata, sin relieve. Y esto, a pesar de ser polvo. Somos barro de la peor calidad, pero gracias por ser como somos, por la misericordia de Dios, este barro adquiere un valor infinito si queremos participar en la vida de Cristo. Él nos eleva, nos levanta, nos llama a ser hombres con nuestro corazón, pero con un saber razonar con esquemas de la vida sobrenatural. Y siendo claro, esto es importante, que en nuestra vida hemos de luchar sin conformarnos con lo que hacemos diariamente, porque podemos y debemos ir siempre a más. La consecuencia es esforzarnos en ser almas de oración, con una oración constante que nos ayude a estar mirando siempre hacia arriba, con una oración profunda y exigente. Esfuerzo real en los tiempos de oración. Poniendo por obra lo que nos decía san Josemaría: entrega de los cinco sentidos. Por lo que a lo largo de la jornada, desparramamos esos cinco sentidos en las cosas de aquí abajo. Es nuestra oración la fuerza para reaccionar en la jornada con un criterio sobrenatural, la exigencia para poner a los demás ante sí mismos, para que sean sobrenaturales, dejar todo lo que nos aparte de Dios, sentirnos llamados a vivir con la unión más completa a la naturaleza divina, en este mundo que es santificable, pues que a los cristianos nos toca esta tarea de ir purificando lo que los hombres afeamos y convertirlo en hostia espiritual con nuestro esfuerzo". Los pastores tienen la obligación de poner ese esfuerzo de santidad y de tirar para arriba de los demás. Hemos de santificarnos y santificar, ser con Cristo unos puntos de referencia para las personas de que no hay mayor dignidad que aspirar a las cosas del Cielo. ¿Qué esfuerzo pongo para ser más de Dios? ¿Qué esfuerzo ponemos en esos puntos que nos han marcado y que como personas enamoradas descubriremos en la jornada? (Javier Echevarría).
Jesús “‘Coepit facere et docere’ -comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar» (san Josemaría; cf. Dei Verbum 2).
Por la Ascensión Cristo se hizo invisible: entra en la participación de la omnipotencia del Padre, fue plenamente glorificado, exaltado, espiritualizado en su humanidad. Y debido a esto, se halla más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Si la Ascensión fuera la partida de Cristo deberíamos entristecernos y echarlo de menos. Pero, afortunadamente, no es así. Cristo permanece con nosotros "cada día, siempre, hasta la consumación del mundo". En la Biblia, la palabra cielo no designa propiamente un lugar: es un estado, expresa la grandeza de Dios. S. Pablo dice: "subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia" (Ef 4,10), es decir, alcanzó una eficacia infinita que le permitía llenarlo todo con su presencia. "Encielar" a Cristo es como desterrarlo, es perderlo. Su ascensión es una ascensión en poder, en eficacia, y por tanto, una intensificación de su presencia, como así lo atestigua la Eucaristía. No es una ascensión local, cuyo resultado sólo sería un alejamiento. No olvidemos que el relato de los Hch de los apóstoles es mucho más el relato de la última aparición de Cristo que la fecha de su glorificación.
Lucas nos ha dejado dos relatos muy diferentes de la Ascensión. El primero sirve de doxología a la vida pública del Señor; el segundo –que estamos comentando en este primer punto- sirve de introducción al Libro de los Hechos y a los comienzos de la Iglesia. El primero, de inspiración litúrgica (cf. Lc 24, 44-53: comparar, por ejemplo, con Eclo 50, 20; Núm 6; Heb 6, 19-20; 9, 11-24), nace de un género literario documental; el segundo, de inspiración cósmica y misionera, es mucho más simbólico: aparece ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas como la duración de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser comprendidos en el sentido de un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de espera), son pues una medida proporcional y no cronológica. La Resurrección no es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. A este respecto es muy significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al ciclo (v. 11).
Igualmente, la nube es signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo. Se trata de un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.
Lucas da por último al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11; cf. Mc 16, 19) o "llevado" (v. 9). Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Sin duda Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que sólo piensan en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que sólo está presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar que para que la Iglesia comience su misión es necesario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles revestidos del Espíritu de Cristo. Tras la insistencia de Lucas sobre la separación entre Jesús y los suyos se dibuja pues una manera de ver la Iglesia: la inauguración del Reino cósmico del Señor y de su presencia en el mundo. A este respecto, la concepción del autor está singularmente cerca de Ef 4, 7-13, que recuerda cómo la "subida" de Cristo es solidaria del don de los carismas a la Iglesia. En efecto, gracias a que su Señor está ahora unido al Dios universal, la Iglesia puede estar presente en todos los tiempos y en todos los lugares. San Lucas, historiador de la expansión de la Iglesia, explica, pues, en su relato de la Ascensión cómo Cristo está en el origen del movimiento universal que comenzó en Jerusalén y por qué Cristo pertenece a todo hombre, a toda cultura, a todo país. Si la Ascensión es el punto de partida de la misión de la Iglesia, una gran confusión perdura aún en el espíritu de los apóstoles y se encuentra todavía en la Iglesia actual. Fácilmente se cree que es hoy cuando el Señor va a establecer su Reino y esta creencia obstaculiza a la misión de la Iglesia y al rostro que ella adopta en el mundo. Querer que el Reino venga hoy es transformar a la Iglesia, aún provisional, en Reino definitivo y absolutizar algunos de sus rasgos provisionales. Lo que importa no es admirar o criticar a la Iglesia, sino creerla. Pero en tanto en cuanto se la "crea" es que aún no se "ve" el Reino. En realidad la Iglesia se define con relación al Reino a partir de nociones como "todavía no" (lo que explica su situación de camino) y, "no obstante ya" (lo que quiere decir que ya hoy, independientemente de que el Reino no ha venido aún, todos están llamados a una actitud de fe y de conversión). Por este motivo, la Iglesia está al servicio del Reino porque ella es en el mundo quien interpela hoy a los hombres pecadores (Maertens-Frisque).
Esta dimensión está presente en la redacción de los Hechos, como indica san Jerónimo: “los Hechos de los Apóstoles parecen sonar puramente a desnuda historia, y que se limitan a tejer la niñez de la naciente Iglesia. Pero si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio. Pero si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio (cf. 2 Cor 8,18), advertiremos igualmente que todas sus palabras son medicamentos para el alma enferma”.
2. El reino mesiánico de Cristo queda reflejado en este salmo, donde se muestra el triunfo supremo de Cristo, el que abarca todos los demás, consiste en haber vencido a la muerte por medio de su gloriosa Resurrección, adentrándose en una senda sublime que es la senda de la vida gloriosa de Dios. "El Señor, el Altísimo, es rey grande sobre toda la tierra". Juan Pablo II comentaba: “Se trata de un himno a Dios, Señor del universo y de la historia: "Dios es el rey del mundo (...). Dios reina sobre las naciones" (vv. 8-9).
Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes que recoge el Salterio (cf. Sal 92; 95-98), supone un clima de celebración litúrgica. Por eso, nos encontramos en el corazón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo desde el templo, el lugar en donde el Dios infinito y eterno se revela y se encuentra con su pueblo.
Seguiremos este canto de alabanza gozosa en sus momentos fundamentales, como dos olas que avanzan hacia la playa del mar. Difieren en el modo de considerar la relación entre Israel y las naciones”, se pasa de la dominación a la asociación, hay un gran progreso. “En la primera parte (cf. vv. 2-6) se dice: "Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo" (v. 2). El centro de este aplauso jubiloso es la figura grandiosa del Señor supremo, al que se atribuyen tres títulos gloriosos: "altísimo, grande y terrible" (v. 3), que exaltan la trascendencia divina, el primado absoluto en el ser y la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18)…
El segundo momento del salmo (cf. vv. 7-10) está abierto a otra ola de alabanza y de canto jubiloso: "Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro rey, tocad; (...) tocad con maestría" (vv. 7-8). También aquí se alaba al Señor sentado en el trono en la plenitud de su realeza (cf. v. 9). Este trono se define "sagrado", porque es inaccesible para el hombre limitado y pecador. Pero también es trono celestial el Arca de la alianza presente en la zona más sagrada del templo de Sión. De ese modo el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se hace cercano a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Re 8,27.30)…
La carta a los Efesios ve la realización de esta profecía en el misterio de Cristo redentor cuando afirma, dirigiéndose a los cristianos que no provenían del judaísmo: "Recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, (...) estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad" (Ef 2,11-14).
Así pues, en Cristo la realeza de Dios, cantada por nuestro salmo, se ha realizado en la tierra con respecto a todos los pueblos. Una homilía anónima del siglo VIII comenta así este misterio: "Hasta la venida del Mesías, esperanza de las naciones, los pueblos gentiles no adoraron a Dios y no conocieron quién era. Y hasta que el Mesías los rescató, Dios no reinó en las naciones por medio de su obediencia y de su culto. En cambio, ahora Dios, con su Palabra y su Espíritu, reina sobre ellas, porque las ha salvado del engaño y se ha ganado su amistad"”.
Este salmo aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente, este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.
Nosotros con este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue "por nosotros los hombres y por nuestra salvación" que "subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre". Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo (Pedro Farnés). El salmo 46 tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida. El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación. Ellas muestran hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la sustancia corpórea de Cristo (F. Arocena; cf. Lumen gentium 13). La ascensión, alegría de la humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Un hermoso himno canta así: "la tierra está feliz. Ha dado su primer fruto de gloria: ¡Jesús ha subido cerca del Padre! Feliz, lleva la promesa. Recogida en su humildad, atrae la luz de lo alto." Sí, el triunfo real de Dios, es también el triunfo pleno de un hombre "nacido de mujer" (Gálatas 4,4). Dios ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin todo bajo sus pies" (I Corintios 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal, que obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de la plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que El nos participará un día esta misma gloria, porque El es el "primogénito" de toda la creación: lo que se realizó en Él, también se realizará en nosotros. Cuando el hombre moderno se desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio "de elevación", de "ascensión"? Allí encuentra justificación profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los pobres hay un "rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre arruinado, el ser salpicado de manchas... están destinados a la condición "real y divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la "promoción" de mis hermanos?... quien conoce el sentido de la historia, quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad, debería encontrar en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta empresa (Noel Quesson).
"Dios asciende entre aclamaciones": “Dios asciende, / Dios es ascensión continuada, / pero nunca se aleja. / Dios está siempre por encima, / pero está muy dentro. / Dios es siempre el primero, / pero a nadie humilla. // Dios asciende porque es vida creciente, / porque irradia fuerza creativa, / porque es amor victorioso, / porque es el Dios-Futuro que todo lo llena de esperanza. // Dios es ascendencia y trascendencia, / meta cada vez más alta, / flecha en progresión continua: / pero está en el fondo de todo ser. // Dios nunca se repite; siempre es nuevo, / siempre es más, siempre crece / y siempre hace crecer.
Dios hizo ascender a su Hijo, / lo sacó de los infiernos, / entre las aclamaciones de Adán, patriarcas y profetas; / lo levantó del sepulcro, / entre el aplauso y la risa de sus discípulos; / lo llevó hasta la gloria, / al son de trompetas apostólicas, / y las trompetas no cesaban de tocar / y resonar por todo el mundo. // Dio la victoria a su Hijo, / puso «a los pueblos bajo su yugo» suave (cfr. Sal 46, 4) / y a las gentes bajo sus pies humildes (cfr. Ef 1, 22; Sal. 8, 7), / no para aplastarlos, / sino para que todos asciendan con él.
Dios hace ascender a sus hijos: / que salgan de la animalidad hasta el espíritu; / que crezcan en sabiduría y gracia, que progresen; / que sean más altos, más hermosos y más vivos; / que sean más libres y solidarios; / que se levanten de sus postraciones; / que salgan de sus esclavitudes; / que sean creadores y liberadores; / que sean cada vez más hombres: / que sean cada vez más dioses, / siguiendo las huellas ascendentes de su Hijo” (Caritas 1992).
3. (Ver también sabado de la 28ª semana). a) Dentro de un contexto de acción de gracias al Padre, el autor pide a Dios que conceda a los efesios "espíritu de sabiduría y revelación" para conocerlo, pues el "Padre de la gloria" es el principio de la salvación operada en Cristo y de la luz que se requiere para conocerlo. No se trata de dotes intelectuales para conocer una verdad abstracta, sino del don de sabiduría que lleva al conocimiento y a la aceptación de los designios amorosos de la voluntad de Dios. Conocer es también amar, es ver a Dios con los ojos del corazón por una fe eminentemente práctica. Concretamente, pide el autor que los efesios conozcan: a) la esperanza a la que fueron llamados, b) la herencia que todavía esperan, y c) el poder de Dios que se manifestó en la exaltación de Jesús resucitado y ahora actúa en los creyentes hasta que también ellos resuciten como nuestro Señor. La experiencia cristiana del dinamismo de la salvación sustenta la actitud esperanzada de los creyentes que se manifiesta en la acción de gracias por lo que ya han recibido y en la petición confiada de lo que está por venir. v 21:El judaísmo tardío participaba en la creencia común del mundo helenista en los poderes cósmicos que dominan los destinos del hombre. Pablo confiesa que Cristo es Señor sin limitaciones espaciales o temporales, que domina sobre todos los poderes cósmicos.
Dejando a un lado la visión mitológica del universo, Pablo afirma a su manera, mejor, según la manera de ver de los hombres de su tiempo, que es posible superar por la fe en Cristo cualquier tipo de opresión.
v. 22: A la pequeña comunidad de creyentes, numérica y sociológicamente insignificante, le ha sido dada como cabeza nada menos que el único Señor del universo. La perspectiva cósmica en la que se confiesa el señorío de Cristo ha de librar a la Iglesia de todos los sectarismos y de cualquier derrotismo.
Y ahora se hacen de la Iglesia dos afirmaciones. La primera: que es cuerpo de Cristo. Por tanto, de la misma manera que la cabeza de un cuerpo recapitula todos los miembros dándoles vida y unidad, así también Cristo reúne a los fieles en un solo cuerpo y les da la nueva vida.
La segunda afirmación sobre la Iglesia la define como "plenitud" de Cristo. No que la Iglesia dé a Cristo lo que le falta, sino que Cristo es Señor y origen de la plenitud de la Iglesia. Pues él es el que lo acaba todo en todos. La Iglesia es el espacio en el que irrumpe el amor de Cristo en el mundo y para todo el mundo (cf. 3. 18s). Cristo ejerce su poder mediante el amor, con el mismo amor con el que se entregó por todos hasta la muerte (5. 2). Cristo quiere ejercer este señorío del amor en el mundo a través de la Iglesia. En este texto se muestra una conciencia de la Iglesia que nos compromete: ¿hasta qué punto estamos dispuestos los cristianos a ser el vehículo del amor de Cristo que se entrega para que todo el universo llegue a una plenitud significativa? (“Eucaristía” 1981).
b) La sabiduría que Pablo pide a Dios para los efesios (versículo 17) es ese don sobrenatural ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento (cf. Prov 3, 13-18), pero considerablemente ampliado en su definición cristiana, pues no es ya solamente la práctica de la ley, el conocimiento de la voluntad divina sobre el mundo, ni tampoco una explicación del mundo, sino la revelación del destino de un hombre (v. 17) y de la herencia de gloria que resulta de ello (Ef 1, 14), en total contraste con la miseria de la resistencia humana (Rom 8, 20); es por último el descubrimiento del poder de Dios, manifestado ya en la resurrección de Cristo (v. 20), que garantiza nuestra propia configuración.
Pablo se detiene un instante en la contemplación de este poder divino. Y lo describe mediante tres términos sinónimos: poder, vigor y fuerza (v. 19). Este poder no es ya sólo el que Dios ha desplegado para crear la tierra e imponerle su voluntad (Job 38), sino que incluso cambia estas leyes, puesto que es capaz de cambiar a un crucificado en Señor resucitado (v. 21a) y de poner a punto desde ahora las estructuras del mundo futuro (v. 21b). Por esto la sabiduría es una esperanza (v. 18), porque es confianza en la acción en el mundo del Dios de Jesucristo.
Pero el poder de Dios no reserva sólo para el futuro la manifestación de su vigor, sino que desde ahora todo es realizado por El: El ha puesto a Cristo como cabeza de todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia, su plenitud (vv. 22-23). Pablo ha pedido para los efesios el don de la sabiduría para que comprendan ante todo cómo la Iglesia es signo del poder de Dios manifestado en Jesucristo. En efecto, es un privilegio inaudito para la Iglesia tener como jefe al Señor del universo, así como ser su Cuerpo. Por tanto, la Iglesia no está solamente sometida al Señor de la misma manera que el universo, porque le está ya indisolublemente unida, como un cuerpo a su cabeza. La Iglesia es pleroma de Cristo como receptáculo de las gracias y de los dones que El reserva para toda la humanidad. La expresión "todo en todos" sugiere que este receptáculo no tiene límites. Por otra parte, estas gracias no están reservadas sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, con vistas a su crecimiento (Ef 4, 11-13) hasta el estado de "hombre perfecto" que es el de la humanidad (Maertens).
c) S. Agustín hablaba de esta sublimidad de la vocación: “Hablando según la vida presente, se dijo a Moisés: Nadie vio el rostro de Dios y vivió (Éx 33,20). No se ha de vivir esta vida pensando en ver aquel rostro. Hay que morir al mundo para vivir por siempre para Dios. Entonces, cuando veamos aquel rostro que vence cualquier concupiscencia, ya no pecaremos, ni de obra ni de deseo. Es tan dulce, hermanos míos, tan hermoso, que, después de haberlo visto, ninguna otra cosa puede deleitar. Habrá una saciedad insaciable, pero sin molestia alguna. Estaremos siempre hambrientos y siempre saciados. Escucha ambas afirmaciones tomadas de la Escritura: Quienes me beben, dice la Sabiduría, volverán a tener sed, y quienes me comen volverán a sentir hambre (Eclo 24,29). Mas, para que no pienses que allí habrá indigencia y hambre escucha al Señor: Quien beba de este agua, jamás volverá a tener sed (Jn 4,13).
Pero preguntas: ¿Cuándo va a tener esto lugar? No importa cuando ocurra; con todo, tú espera al Señor; ten paciencia con él, compórtate varonilmente y sea confortado tu corazón. ¿Acaso falta tanto como lo ya pasado? Advierte cuántos siglos han pasado y han dejado de existir desde Adán hasta nuestros días. En cierto sentido, son pocos los días que quedan; así ha de hablarse en comparación con los ya pasados. Exhortémonos mutuamente, exhórtenos el que vino a nosotros, hizo su camino y dijo: «Seguidme»; el que subió en primer lugar a los cielos para, desde las alturas, socorrer como cabeza a sus miembros, que se fatigan en la tierra; el que dijo desde el cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). Por tanto, que nadie pierda la esperanza; al final se nos dará lo prometido; allí se hará realidad aquella justicia.
Escuchasteis también cómo el evangelio concuerda con estas palabras. Es voluntad de mi Padre, dice, que nadie de los que me dio perezca, sino que tenga la vida eterna; y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39). Se resucitó a sí mismo en el primer día; a nosotros nos resucitará en el último. El primer día esta reservado a la Cabeza de la Iglesia. Nuestro día, Cristo el Señor, no tiene ocaso. El último día será el fin de este mundo. No quiero que preguntes: «¿Cuándo será este día?». Para el género humano está lejano, y cercano para cada uno de los hombres, pues el último día es el de la propia muerte. Y, ciertamente, una vez que hayas salido de aquí, recibirás lo que corresponda a tus méritos, y resucitarás para hacerte cargo de tu cosecha. Entonces Dios coronará no tanto tus méritos como sus dones. Reconocerá cuanto te dio si supiste conservarlo.
Ahora, por tanto, hermanos, nuestro deseo ha de estar solamente en el cielo, en la vida eterna. Nadie ponga su complacencia en si mismo, como si fuera posible a alguien vivir aquí en plena justicia y medirse con quienes viven mal, como el fariseo aquel que se autoproclamaba justo (Lc 18,11) sin haber oído, al Apóstol: No que yo la haya alcanzado o que sea perfecto (Flp 3,12). Por tanto, aún no había recibido lo que estaba deseando. Había recibido la prenda. Éstas son sus palabras: Quien nos ha dado el Espíritu como prenda (2 Cor 5,5). Deseaba llegar a aquello de lo que poseía la prenda; ésta presupone una cierta participación, pero muy lejana. De una manera participamos ahora y de otra participaremos entonces. Ahora tiene lugar por la fe y la esperanza en el mismo Espíritu; entonces, en cambio, tendrá lugar la realidad, la especie: el mismo Espíritu, el mismo Dios, la misma plenitud. Quien llama a los que aún están ausentes, se les mostrará cuando ya estén presentes; quien llama a los peregrinos, los nutrirá y alimentará en la patria.
Habiéndose convertido Cristo en nuestro camino, ¿desesperaremos de llegar? Este camino no puede ni acabarse, ni interrumpirse, ni borrarse por lluvias o tormentas, ni ser asediado por ladrones. Camina seguro en Cristo; camina; no tropieces, no caigas, no mires atrás, no te quedes parado en el camino, no te apartes de él. Si te cuidas de todo esto, llegarás. Una vez que hayas llegado, gloríate ya de ello, pero no en ti. Pues, quien se alaba a sí mismo, no alaba a Dios, sino que se aparta de él. Sucede como a quien se aparta del fuego: el fuego permanece caliente, pero él se enfría; o como al que quiere alejarse de la luz; si lo hiciere, la luz permanece resplandeciente en sí misma, pero él queda en tinieblas. No nos alejemos del calor del Espíritu ni de la luz de la Verdad. Ahora hemos escuchado su voz; entonces, en cambio, lo veremos cara a cara. Que nadie se complazca en sí mismo ni nadie insulte a los demás. Que nuestro deseo común de progresar no nos conduzca a envidiar a los avanzados ni a insultar a los retardados, y se cumplirá en nosotros, con gozo, lo prometido en el evangelio: Y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39)”.
d) ¡Qué consoladoras son estas palabras de San Pablo!: Decía Santo Tomás: “pues como la vida de Cristo configura y es ejemplo de nuestra santidad, así la gloria y exaltación de Cristo conforma y es ejemplo de nuestra gloria y exaltación”. "Tenemos por nuestro gran pontífice a Cristo, Hijo de Dios, que penetró a los cielos... capaz de compadecerse de nuestras miserias, pues las experimentó voluntariamente todas, con excepción del pecado... Lleguemos, pues, con toda confianza al trono de su gracia, a fin de obtener misericordia y de alcanzar su auxilio en el momento en que lo necesitemos" (Heb. 4, 14 y ss.). Cristo sentado a la derecha de Padre (cf. Ef 1, 20; Col 3, 1; Act 7, 56) es evidentemente una imagen. Lucas no quiere localizar la presencia del Señor, sino solamente hacer comprender que el Resucitado es a partir de este momento aquel a quien Dios ha enviado el Espíritu, fuente y origen de la misión universal de la Iglesia y de todo lo que tiene carácter universalista en el mundo:"Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" (San Juan Damasceno).
La ascensión del Señor debe fomentar en nosotros de modo especial la virtud de la esperanza, puesto que El "subió a prepararnos un lugar en el cielo" (Jn. 14, 2). Este pensamiento esta llamado a fortalecernos en las luchas y tentaciones de la vida recordándonos que "si combatimos con Cristo, con El seremos glorificados" (Rom. 8, 17). "Resuscitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin", diremos dentro de un momento en la Misa al recitar el Credo. Si vivimos para Cristo, que es vivir para los demás, resucitaremos con Cristo, porque nosotros no podemos resucitar por nuestro propio poder, sino por el poder de Cristo, unidos a Él; en otra forma, moriremos no sólo con la muerte de nuestro cuerpo, sino con la muerte eterna.
4. Jesús tiene el poder, sobre el cielo y la tierra. Sólo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf Jn 16, 28). "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Antes de irse, les confirma en la misión apostólica: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15): “Jesús se ha ido a los cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico, para hacer con El un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría. Servir, pues: el apostolado no es otra cosa. Si contamos exclusivamente con nuestras propias fuerzas, no lograremos nada en el terreno sobrenatural; siendo instrumentos de Dios, conseguiremos todo: todo lo puedo en aquel que me conforta. Dios, por su infinita bondad, ha dispuesto utilizar estos instrumentos ineptos. Así que el apóstol no tiene otro fin que dejar obrar al Señor, mostrarse enteramente disponible, para que Dios realice -a través de sus criaturas, a través del alma elegida- su obra salvadora” (san Josemaría).
¿Cómo puede irse y quedarse al mismo tiempo? Este misterio lo explicó nuestro Benedicto XVI: «Y, dado que Dios abraza y sostiene a todo el cosmos, la Ascensión del Señor significa que Cristo no se ha alejado de nosotros, sino que ahora, gracias al hecho de estar con el Padre, está cerca de cada uno de nosotros, para siempre». Dejada a sus fuerzas: naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (Prefacio de la Ascensión). Pero ahora tenemos la presencia de Cristo, que está con nosotros para continuar su obra: “El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado- de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica.
La fiesta de la Ascensión del Señor nos sugiere también otra realidad; el Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo; pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura ciudad inmutable.
Cuidemos, sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo El puede colmar enteramente.
En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se fundan y compenetran todas nuestras acciones.
Cristo nos espera. Vivamos ya como ciudadanos del cielo, siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios. Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención. Seamos almas contemplativas, con diálogo constante, tratando al Señor a todas horas; desde el primer pensamiento del día al último de la noche, poniendo de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a El por Nuestra Madre Santa María y, por El, al Padre y al Espíritu Santo.
Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén… y oraban unánimemente… con María, la Madre de Jesús” (san Josemaría). Podemos estar seguros de que podemos llegar al Cielo: el que no llegue, no será porque no exista el camino o porque la puerta esté cerrada, sino porque no le da la gana seguir el camino. El cristiano es un hombre que vive de la esperanza firme e ilusionada del premio, en medio de gentes que no tiene esperanza porque no ven más horizonte que este mundo, que las cosas terrenas, que ponen sus metas y sus ilusiones aquí abajo, en cosas que no satisfacen, que se acaban y que empalagan. La esperanza es una virtud sobrenatural que debemos fomentar. ¿Cómo vivimos la esperanza? ¿Pensamos en el cielo como un regalo que nos dará Dios o como un premio que tenemos que conseguir con nuestro esfuerzo hoy y ahora? ¿Infundimos esperanza en los demás, haciéndoles ver la maravilla que es vivir en paz con Dios y esperar el Cielo?