sábado, 21 de mayo de 2011

VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA: Jesús, el Camino para el cielo, nuestra felicidad, y aquí en la tierra la santidad como realización personal en

VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA: Jesús, el Camino para el cielo, nuestra felicidad, y aquí en la tierra la santidad como realización personal en la obediencia a Dios, como hizo Juan Pablo II.

1ª Lectura He 13,26-33: 26 Hermanos, hijos de la estirpe de Abraham, y los que sois fieles a Dios: a vosotros ha sido enviada esta palabra de salvación. 27 Porque los habitantes de Jerusalén y sus jefes han cumplido, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen cada sábado; 28 y sin haber encontrado ninguna causa de muerte, le condenaron y pidieron a Pilato que lo matase. 29 Y así que cumplieron lo que acerca de Él estaba escrito, lo bajaron del leño y lo sepultaron. 30 Pero Dios lo resucitó de entre los muertos; 31 Él se apareció durante muchos días a los que habían ido con Él de Galilea a Jerusalén, y que ahora son sus testigos ante el pueblo. 32 Nosotros os anunciamos la buena nueva: la promesa hecha a nuestros padres 33 Dios la ha cumplido en nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús, según está escrito en el salmo segundo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.

Salmo Responsorial 2,6-11: 6 «Ya tengo yo a mi rey entronizado sobre Sión, mi monte santo». 7 Proclamaré el decreto que el Señor ha pronunciado: «Tú eres mi hijo, yo mismo te he engendrado hoy. 8 Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra. 9 Los destrozarás con un cetro de hierro, los triturarás como a vasos de alfarero». 10 Ahora, pues, oh reyes, sed sensatos; dejaos corregir, oh jueces de la tierra. 11 Servid al Señor con reverencia, postraos temblorosos ante Él.

Evangelio Jn 14,1-6 (Jn 14,1-12 se lee en el 5º domingo de Pascua A): 1 «No estéis angustiados. Confiad en Dios, confiad también en mí. 2 En la casa de mi Padre hay sitio para todos; si no fuera así, os lo habría dicho; voy a prepararos un sitio. 3 Cuando me vaya y os haya preparado el sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros; 4 ya sabéis el camino para ir adonde yo voy». 5 Tomás le dijo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?». 6 Jesús le dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.”

Comentarios: He ahí una especie de Credo resumido, continuación del de ayer. Una serie de «hechos» históricos. Un cuadro general de la historia de la salvación dirigido hacia Jesús el Salvador. Anuncia Pablo a Jesús, como hará en otras ocasiones, en el misterio de la cruz (1 Cor 2,1s.). Es el misterio del amor encarnado, “obediente hasta la muerte” (Fil 2,8); provoca en nosotros compasión, correspondencia… la conveniencia de este sacrificio la mostraba Tomás de Aquino con estos argumentos: “para ser ejemplo de virtud… además, porque este género de muerte era el más adecuado para satisfacer por el pecado del primer hombre…, convenía que Jesús, para satisfacer aquella falta, tolerase ser clavado en el madero, como si restituyese lo que Adán había arrebatado… también porque al morir en la cruz Jesús nos prepara a la subida al Cielo… y porque así convenía para la universal salvación del mundo entero”. Proclama luego la fe en la resurrección, y sus apariciones (cf. 1 Cor 15,3-6). Y por último, recita el salmo de la realeza de Cristo, que en los versículos siguientes (que no se leen hoy) adquiere un contexto de resurrección según las promesas. Jesús es la culminación de la Biblia, la terminación del proyecto de Dios que leían esos judíos fieles, cada sábado en sus sinagogas. A propósito de esta verdad, hagamos un inciso: en un periódico israelí se lee hoy, jueves 7 de mayo, una amarga crítica al ministerio de turismo israelí por haber difundido un video como promoción turística y bienvenida a Benedicto XVI –que llega mañana a Jordania- en el que se afirma que Jesús es la culminación de la Biblia. Los críticos no dan crédito a esta afirmación y se sienten traicionados por su propio estado que, en lugar de afirmar que Jesús viene a culminar su proyecto cristiano, o al menos sólo del Nuevo Testamento, se refiere a una proyección efectiva en la vida de Jesús, que se puede rastrear en el Antiguo Testamento, justamente lo que Pedro y los demás defienden en el fragmento de Hechos que comentamos hoy.
Jesús es el hombre perfecto según Dios: «el hombre-que-resucita»... «el hombre-que-no-ve-la corrupción» ...«el Hombre-Dios»... «el hombre-que-vive-en-la-gloria-de-la-vida-eterna»... «el resucitado»...
El cristianismo no es una ideología, sino un movimiento histórico y geográfico: eso sucedió en tal época y en tal ciudad... y además tiene otro aspecto: no es pasado, sino siempre presente: eso continúa hoy y aquí (Noel Quesson). Juan Pablo II hablaba de abrir las puertas del corazón a Cristo, en quien lo tenemos todo, nos ha mostrado que únicamente en Él hallamos la plenitud de estas ansias de felicidad. Ha sido un Papa grande en muchas cosas. Desde que Karol escuchó la voz del Señor: “¡Sígueme!” comenzó aquella respuesta a la vocación que fue dando con su vida, en una respuesta total a la llamada divina como el buen pastor que “da su vida por las ovejas” (Jn 10,11) y les lleva a permanecer en el amor. El recuerdo de la entrega de este gigante de la Historia puede aprovecharnos, para sacar propósitos de santidad: «¡Levantaos, vamos!», nos decía hace poco con las palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles somnolientos; palabras que hoy resuenan en nuestros oídos con un tono especial de más exigencia, para “levantarnos” en una entrega al ritmo de la suya, pues lo hemos visto luchar sin cansancio hasta el final, superando todo tipo de dificultades, fiel hasta la muerte, en una vida llena. No se reservó nada para él, quiso darse del todo. Desde el 2000 –como dice en su testamento- entendió que podía cantar el "Nunc Dimitis", las palabras que Simeón pronunció cuando su objetivo de ver a Jesús estaba cumplido: "ahora puedes dejar marchar a tu siervo". Sus últimos años fueron de alegría por la misión cumplida (llevar la Iglesia más allá del umbral del tercer milenio con la aplicación del Concilio y de un diálogo entre fe y razón, religiones y culturas; la caída de los muros de Berlín; la proclamación de la civilización del amor que destruyera los muros del odio...). Parece que le fuera dada una señal cuando salió con vida del atentado de 1981, y un plazo: el tiempo que le permitiera su enfermedad. Y al final de su vida vio que debía seguir llevando la cruz como estandarte, para proclamarla ante una sociedad que rechaza el sufrimiento a toda costa. Cuando podemos hay que quitar el dolor, pero sabemos que el amor lleva a sufrir por los demás, y a encontrar un sentido a los dolores que permite Dios para sacar de ahí un bien más grande, la identificación con Cristo en el amor. Cuando nos toca de cerca el mal, podemos unirnos a Cristo y entrar “en una nueva dimensión, en un nuevo orden: el del amor... Es el sufrimiento que quema y consume el mal con la llama del amor y obtiene también del pecado un multiforme florecimiento de bien”, decía Juan Pablo II. En este largo camino, Juan Pablo II fue desde el principio de la mano de María, confiándole todo a ella: “Totus tuus”. Privado de su madre terrenal, ella le hizo de madre. “Y de la madre aprendió a conformarse con Cristo” y proclamar aquel «¡No tengáis miedo!». Con esta frase comenzó su pontificado, esa fue su enseñanza a lo largo de estos 26 años y especialmente con su muerte, llena de paz: es precisamente este grito hecho vida por el amor, lo que ha hecho Magno a Juan Pablo II. Si estamos con María, si queremos a Jesús, tampoco nosotros tendremos miedo.
2. –El Salmo 2 se refiere a la entronización de un rey de la dinastía davídica (siglos X-VI a.C.). Cuando ya no tienen rey, se proclama un Rey enviado… Es un Salmo mesiánico. El “decreto del Señor” es el acta que legitima el trono: “tú eres mi hijo”, y el día de la coronación es “hoy”, día de las promesas, el día del bautismo del Señor, de la transfiguración, de la resurrección, citada en la carta a los Hebreos para hablar de la dignidad de Cristo, y un día abierto, podemos oírlo cuando por la piedad somos hijos de Dios: “Yo he sido por Él constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus.
Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada” (san Josemaría Escrivá). La Iglesia lo ha referido a Cristo. En Él se cumplen las promesas de Dios y las profecías, sobre todo con su resurrección. Con este sentido lo cantamos nosotros. El Señor nos ha unido a Él y nos ha hecho partícipes de la Gloria que le corresponde como a Hijo unigénito de Dios. Pero Él nos ha consagrado no para que vivamos sentados y seguros de nosotros mismos. Tenemos que salir y caminar por el mundo en busca de las ovejas descarriadas. Somos signos de Cristo, de Jesús que entrega su vida por nosotros. No tenemos otro camino que podamos seguir. Participar de la dignidad regia de Cristo no nos coloca en un trono para recibir la gloria de los hombros, sino que nos coloca debajo de una cruz que pesa sobre nuestros hombros mientras caminamos tras las huellas del amor de Cristo.
3. Jesús habla de irse y de volver, de la Parusía (1 Cor 4,5;11,26; 1 Tes 4,16-17; 1 Jn 2,28) y el encuentro con cada alma tras la muerte: Cristo nos prepara la morada celestial con su obra redentora, cuando hayamos concluido nuestro tiempo aquí en la tierra. La pascua quiere decir esto, pasar de la muerte a la vida, este ciclo vital se repite: nacer, morir, resucitar... como las plantas: nacer y arraigar, trasplantarse y desarraigo, y volver a arraigar, nacer de nuevo... el cirio pascual nos lo recuerda: el padecimiento, la muerte, es la puerta de la vida, y esta es nuestra esperanza que nos une en el momento de dolor ante alguien querido que está muriendo, esperando el final. Al contemplar la vida llena de quien ha estado tantos años a nuestro lado, el corazón se nos va a Jesús, que con su pasión y resurrección vino a traernos la buena nueva de que Dios es Padre y nos manda su Espíritu para ir hacia Él: “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios”. Sí, somos hijos de Dios, y si somos hijos, también somos herederos... puesto que sufrimos con Él para llegar a ser glorificados con Él (Carta a los Romanos, 8). Los sufrimientos del mundo presente no son nada comparados con la felicidad de la gloria... todos estamos esperando esta manifestación de los hijos de Dios, tenemos ya los frutos de esta cosecha en la esperanza: cuando sembramos bondad ya la recogemos, en nuestro corazón, pero es sólo una prenda de lo mucho que será el cielo.
Para acompañar a Cristo en su gloria, en el triunfo final, hace falta que participemos antes en su holocausto, así nos identificamos con Él. La devoción cristiana al Santo Cristo nos habla de que hace falta morir para poder vivir, y cuando una persona a la que apreciamos ha alcanzado la cumbre, después de haber disfrutado de la vida, cuando ha conseguido llegar a la otra orilla, en este río que es la vida, queremos recordarla con acción de gracias por el tiempo que la hemos tenido cerca, por la vida que ha podido disfrutar, plena de frutos de bondad. Dar gracias a Dios por todos los años que hemos podido gozar de su compañía, con la pena de no tenerla ya, pero con la certeza que da la esperanza de que la muerte es un cerrar los ojos de aquí y abrirlos a la Vida, a la felicidad, donde se disfruta ya del fruto de las obras buenas. Es sentir a Dios, que dice: “ven conmigo, ya has trabajado lo suficiente, ahora a gozar”.
El enigma más grande de la condición humana es la muerte. Es una cosa muy dolorosa que muera una persona a la que amamos, y sentimos la necesidad de rezar, con la fe de que “las almas de los justos están en manos de Dios”: la vida no se acaba con la muerte, tan sólo se transforma, y cuando termina la estancia aquí en la tierra empieza otra eterna en el cielo. Encomendamos en estos momentos a quien al mismo tiempo esperamos que se encuentre ya con Dios cara a cara, porque así como desde el bautismo ha compartido la muerte de Jesucristo, así estará con Él en el cielo compartiendo plenamente su resurrección, ahora con su alma y después también con el cuerpo glorioso, aquel día cuando Cristo, resucitando a los muertos, transformará nuestro pobre cuerpo para hacerlo semejante a Él (de la Plegaria Eucarística III).
En esta vida no hemos de aspirar a una perfección de ser correctos -como si la cosa consistiera en tener las manos limpias-, sino amar –tener las manos llenas-: S. Juan de la Cruz nos lo recordaba diciendo que “al atardecer (de la vida) seremos juzgados en el amor”. Ya aquí tenemos el premio de las obras de amor, con una vida llena, y la tiene quien ama, así se descubre de donde viene todo amor: Dios es amor, y el amor de la tierra nos hace saber que el amor es eterno, que no se acaba con la muerte... y por lo tanto ya se puede ser feliz aquí (aun cuando dicen que es un valle de lágrimas, que sólo seremos felices en el cielo), pues aquí podemos ya tener, en la esperanza y como prenda segura, todo aquello que esperamos, así la felicidad del cielo es para aquellos que saben ser felices a la tierra; no consiste en tener una vida cómoda, sino un corazón enamorado, que sepa amar, aprender así a vivir la vida sin temor a la muerte: “La santidad consiste precisamente en esto: en luchar, por ser fieles, durante la vida; y en aceptar gozosamente la Voluntad de Dios, a la hora de la muerte” (J. Escrivà). Cuando comulgamos, en ese momento íntimo, podemos sentir más la proximidad de todos aquellos que ya están con el Señor, porque tenemos al Señor dentro, y podemos hablar con Jesús y con los que están con Él... La Virgen María es la gran intercesora para el momento de la muerte, a ella nos encomendamos siempre que decimos: “ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”, momento que Ella nos abrazará y acompañará a Jesús, para disfrutar de aquello que siempre hemos deseado aun sin saberlo.
-Antes de pasar de este mundo al Padre, Jesús decía. "No se turbe vuestro corazón..." Los apóstoles están inquietos. ¿Dónde va? No olvidemos la atmósfera trágica de esta última tarde, jueves santo, víspera de su muerte. Toda la humanidad, toda la amistad de Jesús en estas palabras de consuelo. Nuestro Dios no es indiferente ni frío, sino un Dios sensible a nuestros sufrimientos. -“Creéis en Dios, creed también en mí”. La paz profunda que supera toda turbación viene de la Fe. Jesús pide un acto de Fe en su persona, idéntico al que puede hacerse respecto a Dios: llamada a una Fe sin reserva, total... ¡que aporta la paz! ¡Señor, dame esta fe, esta paz!
-“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar”. Jesús "vuelve a casa" el primero... va a ver de nuevo al Padre. Así ve Jesús su muerte. La alegría de la vuelta a casa para encontrar a alguien a quien se ama y del quien se sabe amado. "Voy al Padre". Jesús debe ser el primero en ir al cielo. Pero hace una gran promesa: ¡nos prepara un lugar! ¡Gracias, Señor! ¡Prepáralo bien! ¡Guárdalo bien! El mío y el de todos los que amo, y el de todos los hombres...
-“Cuando Yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo”. Son palabras de ternura. "Os tomaré conmigo..." "Volveré..." Promesa de que no estaremos separados de Jesús. Es un lenguaje muy sencillo, casi ingenuo: "la casa del Padre", "preparar un lugar", "tomar junto a sí '...
-“Allí donde Yo estoy, estaréis también vosotros”. Jesús nos hace participar de su vida divina. Tal es el objetivo de mi vida. Es hacia donde va la humanidad. Estar con Dios, estar donde está Jesús. Se comprende que haya dicho: "No se turbe vuestro corazón".
-“Para ir donde Yo voy, vosotros conocéis el camino”. Dice S. Juan Crisóstomo que “era necesario decirles ‘yo soy el camino’ para demostrarles que en realidad sabían lo que les parecía ignorar, porque le conocían a Él”. ¡Cristo, el que abre los caminos! ¡El que va delante! El que ha roto el círculo infernal de la finitud humana, de la mortalidad y del pecado, el que ha abierto "la salida". Sin Cristo la humanidad está encerrada en sus límites; pero he aquí que se abre una esperanza. No seremos siempre egoístas, injustos, duros, impuros, débiles... la humanidad no será siempre opresora, racista, violenta, agresiva, no estará dividida... Hay un camino que conduce a alguna parte, allá donde el amor existe.
-“Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida. Nadie viene al Padre sino por mí”. “Ego sum via, veritas et vita, Yo soy el camino, la verdad y la vida. Con estas inequívocas palabras, nos ha mostrado el Señor cuál es la vereda auténtica que lleva a la felicidad eterna. Ego sum via: Él es la única senda que enlaza el Cielo con la tierra. Lo declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra vocación de cristianos, de modo que Dios se halle siempre presente en nuestros pensamientos, en nuestros labios y en todas las acciones nuestras, también en aquellas más ordinarias y corrientes.
Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar. Iesus Christus heri, et hodie; ipse et in sæcula. ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios... pídele, como aquel ciego del Evangelio: Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea!, que se llene mi inteligencia de luz y penetre la palabra de Cristo en mi mente; que arraigue en mi alma su Vida, para que me transforme cara a la Gloria eterna” (San Josemaría Escrivá). “Esta es la vida eterna, luego dirá al Padre ante sus discípulos: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado” (Jn 17,3). Esta es la "buena nueva": la historia tiene un sentido, el hombre tiene un sentido, todo hombre está destinado a vivir cerca del Padre... "¡en tu Reino, donde esté nuestro lugar, con toda la creación entera por fin liberada del pecado y de la muerte. Glorificarte por Cristo Jesús!" (Noel Quesson). Jesús se nos presenta como el único camino que lleva a la vida. Ante un mundo desconcertado y perdido, en busca de ideologías y mesías y felicidad, Jesús es la respuesta de Dios.
Esta vez la autorrevelación de Jesús, que tan polifacética aparece en el evangelio -estas semanas le hemos oído decir que es el pan, la puerta, el pastor, la luz-, se hace con el símil tan dinámico y expresivo del camino. Ante la interpelación de Tomás, «no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?», Jesús llega, como siempre, a la manifestación del «yo soy»: «yo soy el camino, y la verdad, y la vida: nadie va al Padre, sino por mí». Al igual que había dicho que Él es la puerta, por la que hay que entrar, ahora dice que es el camino, por el que hay que saber seguir para llegar al Padre y a la vida. Además, las categorías de la verdad y de la vida completan la presentación de la persona de Jesús. En la Pascua es cuando más claro vemos que Cristo es nuestro camino. Una metáfora hermosa y llena de fuerza, que ahora se repite mucho en los cantos con los que cantamos la marcha de la comunidad cristiana («camina, pueblo de Dios», «somos un pueblo que camina»...). Cristo como camino es a la vez compromiso -porque tenemos que seguir tras Él- y tranquilidad -«no perdáis la calma»- porque no vamos sin rumbo: Él nos señala el camino, Él es el camino. Nosotros somos personas que hace tiempo hemos optado por seguirle a Él en nuestra vida. No sólo por haber sido bautizados, sino porque conscientemente una y otra vez hemos reafirmado nuestra fe y nuestro seguimiento de Él. Pero el símil del camino nos puede ayudar a preguntarnos: ¿de veras seguimos con fidelidad rectilínea el camino central, que es Jesús? ¿o a veces nos gusta probar otros caminos y atajos que nos pueden parecer más atractivos a corto plazo, más fáciles y agradables? La meditación de hoy debe ser claramente cristocéntrica. Al «yo soy» de Jesús le debe responder nuestra fe y nuestra opción siempre renovada y sin equívocos. Conscientes de que fuera de Él no hay verdad ni vida, porque Él es el único camino. Eso, que podría quedarse en palabras muy solemnes, debería notarse en los mil pequeños detalles de cada día, porque intentamos continuamente seguir su estilo de vida en nuestro trato con los demás, en nuestra vivencia de la historia, en nuestra manera de juzgar los acontecimientos. Cristo es el que va delante de nosotros. Seguir sus huellas es seguir su camino. La Eucaristía es nuestro «alimento para el camino»: eso es lo que significa la palabra «viático», que solemos aplicar a los moribundos, pero los que de veras necesitamos fuerzas para seguir caminando somos nosotros. Celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Cristo y recibiendo su Cuerpo y su Sangre, supone que durante la jornada caminamos gozosamente tras Él, dejando que nos «enseñe sus caminos» (J. Aldazábal).
Señor Jesús, queremos seguirte como los primeros apóstoles a quienes llamaste 'para que estuvieran contigo'. Tú eres el camino hacia el Padre, por eso no podremos extraviarnos si te seguimos. Tú eres luz, guía segura, señal de pista hacia la meta; sólo Tú das sentido a nuestro vivir. Tú eres la verdad de Dios, eres nuestra raíz y nuestro cimiento, la roca firme, la piedra angular, el monte que no tiembla, el 'Amén', el Sí total, continuo y gozoso a la voluntad del Padre. Tú eres la vida de Dios, por eso nos animas y nos salvas de todas las muertes que amenazan con destruirnos. Tú nos acompañarás cuando atravesemos la frontera. También entonces -entonces sobre todo- serás nuestro alimento, nuestro viático para el camino, continuarás llamándonos y nosotros te seguiremos: emprenderemos contigo nuestro último viaje. Tú, Señor, nos conduces, nos iluminas y nos salvas. Nosotros creemos en ti y no somos menos privilegiados que tus primeros discípulos: aunque te has ocultado a nuestra vista has puesto ojos en nuestro corazón y has reservado para nosotros una bienaventuranza: 'Dichosos aquellos que sin ver creerán en mí' (de un claretiano). Podemos decirlo también con otro poeta: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Hemos tenido la dicha de que un Amigo nos abrió el sendero, lo regó con su sangre, lo valló con amor, palabra y sacramentos, lo sombreó con su providencia protectora, como decimos en la Entrada: «Con tu sangre, Señor, has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; has hecho de ellos una dinastía sacerdotal que sirva a Dios. Aleluya» (Ap 5,9-10), y pedimos en la Colecta: «Señor Dios, origen de nuestra libertad y de nuestra salvación, escucha las súplicas de quienes te invocamos; y puesto que nos has salvado por la sangre de tu Hijo, haz que vivamos siempre de Ti y en Ti encontremos la felicidad eterna». Un camino en el que con Él no nos perderemos: «Acoge, Señor, con bondad las ofrendas de tu pueblo, para que, bajo tu protección, no pierda ninguno de tus bienes y descubra los que permanecen para siempre» (Ofertorio).
Este camino está en las Escrituras, que San Juan Crisóstomo llama «cartas enviadas por Dios a los hombres». Y San Jerónimo exhortaba a un amigo suyo con esta recomendación: «Lea con mucha frecuencia las divinas Escrituras; es más, nunca abandones la lectura sagrada». Y junto a la mesa de la Palabra, sobre todo está la Mesa de la Eucaristía; en la Comunión recordamos: «Cristo Nuestro Señor Jesús fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra santificación. Aleluya» (Rom 4,25), y pedimos en la postcomunión: «Dios Todopoderoso, no ceses de proteger con amor a los que has salvado, para que así, quienes hemos sido redimidos por la Pasión de tu Hijo, podamos alegrarnos en su resurrección». Comenta San Agustín: «Si lo amas, vete detrás de Él. Lo amo, contestas, ¿por qué camino seguirlo? Si el Señor Dios tuyo te hubiera dicho: “Yo soy la Verdad y la Vida”, tu deseo de la Verdad y tu amor a la Vida te llevarían ciertamente a la búsqueda del camino que te pudiera conducir a ellas y te dirías a ti mismo: “Magnífica cosa es la Verdad y magnífica cosa es la Vida, si existiera el camino de llegar a ellas mi alma”. ¿Buscas el camino? Oye lo primero que te dice: “Yo soy el Camino”... Dice primero por dónde has de ir y luego adónde has de ir. En el Señor del Padre está la Verdad y la Vida; vestido de nuestra carne es el Camino».
“Hoy, en este Viernes IV de Pascua, Jesús nos invita a la calma. La serenidad y la alegría fluyen como un río de paz de su Corazón resucitado hasta el nuestro, agitado e inquieto, zarandeado tantas veces por un activismo tan enfebrecido como estéril. Son los nuestros los tiempos de la agitación, el nerviosismo y el estrés. Tiempos en que el padre de la mentira ha inficionado las inteligencias de los hombres haciéndoles llamar al bien mal y al mal bien, dando luz por oscuridad y oscuridad por luz, sembrando en sus almas la duda y el escepticismo que agostan en ellas todo brote de esperanza en un horizonte de plenitud que el mundo con sus halagos no sabe ni puede dar. Los frutos de tan diabólica empresa o actividad son evidentes: enseñoreado el “sinsentido” y la pérdida de la trascendencia de tantos hombres y mujeres, no sólo han olvidado, sino que han extraviado el camino, porque antes olvidaron el Camino. Guerras, violencias de todo género, cerrazón y egoísmo ante la vida (anticoncepción, aborto, eutanasia...), familias rotas, juventud “desnortada”, y un largo etcétera, constituyen la gran mentira sobre la que se asienta buena parte del triste andamiaje de la sociedad del tan cacareado “progreso”. En medio de todo, Jesús, el Príncipe de la Paz, repite a los hombres de buena voluntad con su infinita mansedumbre: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14,1). A la derecha del Padre, Él acaricia como un sueño ilusionado de su misericordia el momento de tenernos junto a Él, «para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). No podemos excusarnos como Tomás. Nosotros sí sabemos el camino. Nosotros, por pura gracia, sí conocemos el sendero que conduce al Padre, en cuya casa hay muchas estancias. En el cielo nos espera un lugar, que quedará para siempre vacío si nosotros no lo ocupamos. Acerquémonos, pues, sin temor, con ilimitada confianza a Aquél que es el único Camino, la irrenunciable Verdad y la Vida en plenitud” (Josep Maria Manresa).
Santa Teresa de Ávila decía que esta vida es como una mala noche en una mala posada, pero el Señor nos acompaña siempre ahí donde estamos. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Mediante el Misterio Pascual de Cristo, el Señor nos ha abierto el acceso a la eternidad junto a Dios. Sólo quien acepta por medio de la fe al Enviado del Padre, para escuchar su Palabra y vivir conforme a ella, vivirá con Dios eternamente. Jesús, Camino, Verdad y Vida, nos une a Él para que, como Él, caminemos en el amor fiel a la voluntad del Padre, y teniéndolo a Él, Verdad eterna, tengamos vida y vida en abundancia. Muchas veces quisiéramos ver directamente a Dios. Que Él nos conceda vivir con Él eternamente algún día. Pero mientras llega ese momento debemos aprender a descubrirlo en las huellas que de Él nos ha dejado en esta vida. Dichosos quienes contemplaron a Dios, lo conocieron y experimentaron su amor por medio de Cristo Jesús. Ahora la humanidad entera debe seguir conociendo y experimentado la presencia amorosa de Dios en el mundo por medio de su Iglesia. Ojalá seamos ese signo claro y creíble del Señor en la historia, pues a nosotros corresponde continuar siendo camino, verdad y vida para la humanidad, no por nuestro poder, sino por la presencia de Jesús en nosotros, que desde su Iglesia continúa su obra de salvación en el mundo y su historia. En la Eucaristía el Señor nos comunica su misma vida. Su entrega, celebrada en el Memorial de su Misterio Pascual, nos pone en camino de salvación. Quien une su vida a Cristo y va tras sus huellas bien sabe a dónde va. Y no pensemos en Jesús clavado y muerto en una cruz, como si eso fuese el destino final de quienes creemos en Él. Contemplémoslo sentado a la diestra de Dios Padre. Hacia allá tiende la vida del creyente, aun cuando tenga que padecer, por amor, la muerte, como un paso obligado hacia la resurrección y la vida eterna donde seremos glorificados, junto con Cristo, eternamente. Por eso la participación en la Eucaristía nos lleva a ponernos al servicio de la humanidad entera como pan de vida, que se parte y comparte para que los demás tengan vida. Ese es el servicio que el Señor espera de su Iglesia, que se reúne no sólo para alabarlo, sino para comprometerse con Él en la salvación del mundo entero tras las huellas del amor de Cristo Jesús, nuestro Camino hacia el Dios de la Verdad y de la Vida, nos quiere como testigos de esa Verdad y de esa Vida. No podemos decir que creemos en Cristo y que hemos hecho nuestra su Vida, y que vamos tras sus huellas en el camino que él nos ha señalado, ni que somos testigos de la Verdad, que es Dios, mientras, tal vez arrodillándonos un poco ante Él, después vivimos destruyéndonos unos y otros. ¿Sabemos hacia dónde vamos? ¿Sabemos hacia dónde nos conduce el camino que vamos siguiendo? ¿Jesús es ese Camino que nos conduce al Padre? La respuesta a estas preguntas es vital, y no con los labios. Son nuestras obras, nuestras actitudes y nuestra vida misma respecto al trato que demos a los demás, respecto a lo que hagamos o dejemos de hacer por ellos, lo que indicará cuál es el camino que seguimos y cuál es el destino final de nuestra existencia. El Señor nos ha preparado un lugar junto a Él en la eternidad. Ojalá y no lo perdamos a causa de obras y actitudes contrarias a su Evangelio. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber vivir nuestra fe totalmente comprometidos en el camino de amor que el Señor nos ha señalado, para que así podamos ayudar a todas las gentes a ir tras las huellas del Señor, tras las que debemos ir nosotros en primer lugar. Amén. (www.homiliacatolica.com).
Llucia Pou Sabaté

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