viernes, 8 de abril de 2011

Cuaresma 4, viernes: Jesús va a Jerusalén y le matarán, cuando llegue su hora; es signo de contradicción, y también los cristianos sufrirán por la ver

Cuaresma 4, viernes: Jesús va a Jerusalén y le matarán, cuando llegue su hora; es signo de contradicción, y también los cristianos sufrirán por la verdad. (Consideramos hoy la fisonomía corporal y espiritual de Jesús)

Libro de la Sabiduría 2,1.12-22 (Sb 2, 17-20 se lee en el Domingo 25B): Ellos se dicen entre sí, razonando equivocadamente: "Breve y triste es nuestra vida, no hay remedio cuando el hombre llega a su fin ni se sabe de nadie que haya vuelto del Abismo. Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. Él se gloría de poseer el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor. Es un vivo reproche contra nuestra manera de pensar y su sola presencia nos resulta insoportable, porque lleva una vida distinta de los demás y va por caminos muy diferentes. Nos considera como algo viciado y se aparta de nuestros caminos como de las inmundicias. Él proclama dichosa la suerte final de los justos y se jacta de tener por padre a Dios. Veamos si sus palabras son verdaderas y comprobemos lo que le pasará al final. Porque si el justo es hijo de Dios, Él lo protegerá y lo librará de las manos de sus enemigos. Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, ya que Él asegura que Dios lo visitará". Así razonan ellos, pero se equivocan, porque su malicia los ha enceguecido. No conocen los secretos de Dios, no esperan retribución por la santidad, ni valoran la recompensa de las almas puras.

Salmo 34,17-21.23: Pero el Señor rechaza a los que hacen el mal para borrar su recuerdo de la tierra. / Cuando ellos claman, el Señor los escucha y los libra de todas sus angustias. / El Señor está cerca del que sufre y salva a los que están abatidos. / El justo padece muchos males, pero el Señor lo libra de ellos. / Él cuida todos sus huesos, no se quebrará ni uno solo. / Pero el Señor rescata a sus servidores, y los que se refugian en Él no serán castigados.

Evangelio según San Juan 7,1-2.10.25-30: Después de esto, Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas. Sin embargo, cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también Él subió, pero en secreto, sin hacerse ver. Algunos de Jerusalén decían: "¿No es este aquel a quien querían matar? ¡Y miren cómo habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías? Pero nosotros sabemos de dónde es este; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es". Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó: "¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco, porque vengo de Él y es Él el que me envió". Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre Él, porque todavía no había llegado su hora.

Comentario: 1. En el Libro de la Sabiduría -último del Antiguo Testamento- aparece una dinámica que luego vemos cumplirse a lo largo de los siglos y también ahora: los justos resultan incómodos en medio de una sociedad no creyente, y por tanto hay que eliminarlos. «Nos resulta incómodo, se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados... es un reproche para nuestras ideas... lleva una vida distinta de los demás». La decisión es: «lo condenaremos a muerte ignominiosa». Las fuerzas del mal, encarnadas en los impíos, quieren ahogar la fuerza de Dios que se manifiesta en la vida de los justos; los judíos fieles de Alejandría son perseguidos y despreciados por los judíos renegados y por los paganos, pero más allá de lo histórico tiene un sentido cristológico: se anuncia la pasión de Cristo (Misa dominical). Al acercarse la semana santa va siendo más frecuente la contemplación de Cristo sufriente; se ve al Mesías rodeado de odio..., acorralado. Dirán: "Si eres hijo de Dios... baja de la cruz". «¡Deja! Veamos si Elías viene a salvarle.» No puedo meditar sobre esto quedándome «ajeno» (Noel Quesson). Hemos de implicarnos en hacer ese camino de cuaresma, como recordaba san Agustín: "Si dices "ya basta", estás perdido. Aumenta siempre, progresa siempre, avanza siempre, no te pares en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes..."
2. Dios, como repite el salmo, «está cerca de los atribulados... el Señor se enfrenta con los malhechores... aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor». Nos mueve a confiar en Dios. Confiar en Él aun en los momentos más difíciles. Saber levantar la mirada hacia el Señor y decirle: “en tus manos encomiendo mi espíritu”, hará que nuestro Dios leal nos libre de todas nuestras angustias y dolores. Dios siempre está cercano de aquellos que le aman y le viven fieles. Y a quienes se alejaron a causa del pecado, Él no los ha abandonado, sino que ha salido, por medio de su propio Hijo, a buscarlos para llevarlos amorosamente de vuelta a Casa, para que todos vivamos como hijos en el Hijo. A pesar de que muchos nos persigan y quieran acabar con nosotros, pongamos nuestra vida totalmente en manos de Dios. Él velará por nosotros y nos llevará sanos y salvos a su Reino celestial.
3. Entre hoy y mañana leemos el capitulo 7 del evangelio de Juan. Sucede en la fiesta de las Tiendas o Tabernáculos, la fiesta del final de la cosecha, muy concurrida en Jerusalén, que duraba ocho días. La oposición de las clases dirigentes a Jesús se va enconando cada vez más, porque se presentaba como igual a Dios. Francisco de Asís se paseaba por las calles quejumbroso: "el amor no es amado... el amor no es amado... el amor no es amado..." Jesús se sabe amado, pero a su alrededor, sólo se habla de matarle; y Tú sólo hablas de este amor que te colma. Ayúdanos, Señor, a vivir como Tú, en la intimidad del Padre. Da a todos los que sufren esa paz que era la tuya. Otorga a todos los que sienten la soledad, la gracia de ser reconfortados por la presencia del Padre.
-“Buscaban, pues, prenderle..., pero nadie le ponía las manos, porque aún no había llegado su hora”. El complot se va estrechando. La Pasión se acerca. ¡Es "tu hora"! Sin ningún miedo, ciertamente. Todo sucederá según los insondables designios del Padre, a la hora por Él fijada desde toda la eternidad. Tener plena y total confianza en Dios. Ponerse en sus manos, es el secreto de la paz (Noel Quesson).
-En busca del rostro de Jesús. Estos días vemos un estudio a fondo sobre la personalidad de Jesús, en su unión al Padre. Pero –como decía Fra Angélico- “quien quiera pintar a Cristo sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo”. Es lo que hizo S. Juan, de cuyo ambiente nacen estas palabras que leemos en su Evangelio. Hay muchas leyendas, desde san Lucas pintor, la Verónica, y otras por el estilo, que nos hablan de la santa Faz, cuya reliquia más importante es la de Turín. Pero también es cierto que “Cristo graba su rostro en el alma de aquellos que le buscan y le aman” (Fray Justo Pérez de Urbel). San Policarpo, uno de los primeros Padres, discípulo de san Juan, ya nos dice: “la imagen carnal de Jesús nos es desconocida”. Y san Agustín, en el siglo IV: “ignoramos por completo cómo era su rostro”. Se puede decir que los iconos bizantinos, de gran belleza en mostrar un hombre de armonía y equilibrio perfectos, de paz y bondad, es imagen que coincide con la sábana santa de Turín (una persona alta, de 1.75-1.80 metros, unos 75-80 kilos, etc.). La reciente película de "El hombre que hacía milagros", de plastilina, lograba caracterizar a Jesús muy bien, pues cuando le ponemos un rostro no nos resulta cómodo. Nos es velado el rostro de Jesús, y la búsqueda no puede cesar, pues como decía la revista "Time" (6.12.2000) la figura de estos 2000 años más influyente es Jesús de Nazaret: "un hombre que vivió una vida corta, en un lugar atrasado y rural del Imperio Romano y que murió en agonía como un criminal convicto y que nunca se propuso causar ni la más mínima porción de los efectos que se han obrado en su nombre.
Juan Pablo II nos invitaba a fijar la mirada en el rostro de Cristo crucificado y hacer de su Evangelio la regla cotidiana de vida. Decía una chica que es muy difícil explicar esta experiencia: "cuando crees en el Evangelio, cuando rezas, te sientes mejor, y sería estupendo que viviéramos lo que nos enseña... el mundo sería distinto". Hay una cierta "experiencia de Dios", un "laboratorio" en el que descubrimos, aun dentro del ambiente secularizado que nos rodea, el rostro de Jesús. Sólo podemos saber cómo era Jesucristo por lo que nos dicen los Evangelios. Para muchos los libros santos son en esto muy parcos. Por el contrario, hay en ellos mucho más sobre la realidad humana de Nuestro Salvador de cuanto parece a primera vista. Y cuanto nos dicen los Sacros Biógrafos nos trazan una figura que para unos causa sorpresa, para otros fascinación y para todos admiración y, en cierto sentido, desconcierto.
Por los relatos evangélicos podemos vislumbrar que Jesús tenía una constitución física singularmente perfecta. La incesante actividad durante su vida pública, sus incontables privaciones, su predicación de todos los días, los períodos enteros que pasaba sin reposo, etc., exigían un gasto considerable de fuerzas físicas y, por lo tanto, un cuerpo sano y robusto. Nunca dan a entender, ni siquiera permiten sospechar, sus evangelistas que padeciera enfermedad alguna. Sin embargo, sí afirman que conoció el hambre (cf. Mt 4,2; Mc 3,20), la sed (cf. Jn 4,7; 19,28), la necesidad del sueño (cf. Mt 8,24), la fatiga tras el largo caminar (cf. Jn 4,6), estuvo sujeto a la muerte y su vista anticipada le causó viva repugnancia (cf. Mt 26,37-42).
En noticias incidentales, los evangelistas nos recuerdan algunas de sus actitudes y gestos. Nos dicen que a veces hablaba a las muchedumbres de pie (Jn 7,37), otras sentado (Mt 5,1) y a veces –cuando comía– se reclinaba en un diván, según costumbre de entonces (Lc 7,37ss). Solía rezar de rodillas (Lc 22,41) o postrado totalmente en tierra (Mc 14,35). Los gestos más frecuentemente descritos por los evangelistas son los de sus manos, que parten los panes para distribuirlos (Mt 14,19), que toman el cáliz consagrado y lo pasan a sus discípulos (Mt 26,27), que abrazan y bendicen a los pequeñuelos (Mc 10,16), que tocann a los enfermos (incluso a los leprosos) para curarlos (Mc 1,31; Lc 5,13), que alza a los muertos (Lc 8,54), que azotan a los vendedores del Templo y vuelcan las mesas de los cambistas de monedas (Jn 2,15), que lavan los pies de los apóstoles (Jn 13,5).
A veces nos hablan de los movimientos de todo su cuerpo, como cuando se inclina a levantar a Pedro que se hunde en las aguas (Mt 14,31), cuando se agacha a escribir con su dedo en el suelo frente a los acusadores de la mujer adúltera (Jn 8,8), cuando vuelve la espalda a alguno de sus interlocutores para demostrar su descontento (Mt 16,23). El más conmovedor de todos es el que hace en la cruz, cuando, inclinando su cabeza expiró.
Los evangelistas también nos han guardado algunos gestos de los ojos de Jesús que exteriorizaban sus sentimientos íntimos. A Pedro, cuando lo vio por vez primera, lo miró de hito en hito, es decir, fijó su vista en él como para leer hasta el fondo de su alma (Jn 1,42); más profundamente lo miró la noche de un jueves para mover su corazón después de sus negaciones (Lc 22,61). Con particular ternura miró al joven rico (Mc 10,21). A veces gustaba mirar a sus seguidores con la mirada que usan los grandes oradores al comenzar a predicar, como abarcando todo el auditorio (Lc 6,20). En sus ojos no sólo brillaba la dulzura, sino también en oportunidades podía verse el resplandor de una santa cólera (Mc 3,5). Con ellos lloró sobre Jerusalén (Lc 19,38) y también miró con tristeza por última vez los atrios del Templo antes de partir para su muerte (Mc 11,11).
¿Cómo era su voz? Anticipadamente dijo de Él Isaías: He aquí mi siervo, que yo he escogido; no contenderá, ni voceará, ni oirá ninguno su voz en las plazas públicas (Is 42 1-3; Mt 12,16-21). Era firme y severa cuando tenía que dirigir un reproche (Mt 16,1-4) o dar una orden cuyo cumplimiento exigía con especial empeño (Mc 1,25). Terrible para pronunciar un anatema (Mt 25,41); irónica y desdeñosa si quería (Lc 13,15-16), alegre (Lc 10,21), triste (Mt 26,38) o tierna (Jn 19,26), según las muchas circunstancias de su vida.
Su aspecto y apariencia externa no lo conocemos, pero podemos pensar acertadamente que tendría el “tipo” de su pueblo. Santo Tomás comentando el Salmo 44 dice simplemente: “tuvo en sumo grado aquella belleza que correspondía a su estado, la reverencia y la gracia del aspecto; de tal modo que lo divino irradiaba de su rostro”. Unamuno lo describe cifrándolo en dos versos: “Tu cuerpo de hombre con blancura de hostia / para los hombres es el evangelio” (Miguel Ángel Fuentes).
-El alma de Cristo. Jesucristo habla a veces de su alma: Mi alma está turbada (Jn 12,27). El Hijo del hombre vino a dar su alma como rescate de muchos (Mt 20,28). Los evangelistas se refieren a ella a veces diciendo que Jesús conoció en su espíritu los pensamientos secretos de los hombres (Mc 2,8), gimió en su espíritu (Mc 8,12), etc.
Si observamos la sensibilidad del alma de Jesús veremos que experimentó la mayor parte de nuestras afecciones, alegres o tristes, dulces o amargas, pero en especial las dolorosas. A pesar de lo cual, sucediese lo que sucediese, en el fondo de su alma reinaban siempre serenidad y alegría. La paz que se complacía en desear a sus apóstoles (Lc 24,36) la poseyó Él plenamente y de continuo. Aunque a veces los evangelistas anoten que sintió cierta turbación, lo vemos siempre enteramente dueño de sus impresiones, como, por ejemplo, en Getsemaní. Nunca manifiesta duda. Nunca pierde la calma, ni cuando los endemoniados interrumpían sus discursos (Mc 1,22-26), ni cuando sus adversarios lo insultaban groseramente (Mt 9,3) ni cuando intentaban poner sobre Él sus manos (Lc 4,28). Su vida pública estuvo llena de trances difíciles, inquietantes, peligrosos; pero Él nunca perdió la tranquilidad. No lo afectaron las aclamaciones populares (como al entrar triunfante en Jerusalén) ni las condenas del populacho (como cuando la turba pidió su muerte).
Tuvo una gran sensibilidad: sintió profundamente el dolor, la alegría, la tristeza. Se admiró grandemente y saltó de júbilo al ver la fe de los pequeños y las revelaciones que su Padre hace a los humildes (cf. Lc 10,21).
Su fisonomía intelectual es apabullante. Tiene una lucidez única. Su predicación es diáfana, directa. Sus parábolas son un género único, perlas de la literatura humana. El contenido de sus dichos sorprende por la altura, la penetración, la sobrenaturalidad. No menos asombrosa es la “pedagogía” de Cristo: es significativo cómo fue llevando a sus discípulos (algunos simples pescadores) a aceptar y entender los misterios más grandes de nuestra fe (su filiación divina, la trinidad de Personas, la unidad de Dios, el misterio de la inhabitación trinitaria, de la gracia, el Reino de Dios, etc.). Su oratoria demuestra una grandeza de pensamiento inigualable. Por ejemplo, aquellas palabras que dirige a la muchedumbre hablándoles de Juan Bautista: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten con elegancia están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué salisteis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino. En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él” (Mt 11,7-11). ¿Cómo no escuchar atónitos elocuencia tal? Además, sabía, como ninguno, apelar a las imágenes vivas, conocidas por sus oyentes: el soplo rápido y misterioso del viento (Jn 3,8), la fuente de agua viva (Jn 4,10), el vaso de agua fresca (Mt 10,42), el labrador que guía el arado (Lc 9,62), el hombre fuerte y armado que cuida su casa (Lc 11,21), los servidores que con la lámpara en la mano esperan la venida de su señor (Lc 18,35), el ciego que guía a otro ciego (Lc 6,39), etc. Sabía poner sobrenombres apropiados: a Simón, Cefas “piedra”, a Juan y Santiago, Boanerges, “hijos del trueno”. Sus consejos y réplicas eran penetrantes y dejaban sin voz a sus adversarios, como repetidamente nos señalan los evangelistas.
Su fisonomía moral responde más que adecuadamente a la profecía del ángel a la Virgen: Lo que nacerá de ti será santo (Lc 1,35). Brillan en Él todas las virtudes: la paciencia, la caridad, la obediencia, la humildad, la fortaleza, la templanza, la justicia. De su espíritu de abnegación y sacrificio dice San Pablo: “Christus non sibi placuit”, Cristo no buscó contentarse a Sí mismo (Rom 15,3). En Él contemplamos el más hermoso ejemplo de castidad, de pobreza (nació en una familia de pobres, vivió como pobre y murió como pobre), de obediencia. No cometió pecado, ni en su boca se encontró engaño, dice San Pedro hablando de Él (1 Pe 2,22), y lo mismo el autor de la Carta a los Hebreos (Hb 4,15). Proclamaron su inocencia el mismo Pilato lavándose las manos para no ser culpable de derramar su sangre (Mt 27,24), y el mismo Judas que lo entregó (Mt 27,4). Por eso, el mismo Cristo puede atreverse a decir a sus enemigos: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8,46); por cuanto sepamos, ninguno de ellos se atrevió a hablar. Por el contrario, muchas veces debieron reconocer sus virtudes, como cuando los fariseos envían sus discípulos a preguntarle sobre el tributo del César y comienzan confesando la “autoridad moral” de su enseñanza: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios en verdad sin hacer acepción de personas (Mt 22,16).
Pero sobre todas las cosas, sabía amar a lo grande. Tuvo muchas amistades y muy profundas (sus apóstoles, María, Marta y Lázaro; sus amigos escondidos como José de Arimatea y Nicodemo, etc.). Juan era llamado el discípulo que Jesús amaba (Jn 13,23), y a él lo hace recostar sobre su pecho en la Ultima Cena. Sabía enamorarse rápidamente de un alma limpia, como hace con el joven rico: Jesús lo miró y lo amó (Mc 10,21). Amó a los niños (Mc 9,35-36). Amó a los suyos hasta el extremo de dar la vida por ellos (Jn 13,1ss), cumpliendo así lo que Él mismo había dicho: Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por sus amigos (Jn 15,13).
Además de tener la perfección de la naturaleza divina, Jesús fue también plenamente humano, plenamente hombre como nosotros. Y ya en su misma naturaleza humana ha excedido a todo hombre. ¿Quién podrá igualarlo? Ha hecho bien Guardini al hablar de “la absoluta diversidad de Jesús”. Es enteramente como nosotros, y también es enteramente diverso de nosotros. Fue un hombre –fue “el” hombre o “el Hijo del hombre” como se autodefinía Él–, pero al mismo tiempo, ningún hombre obró como Él, ningún hombre habló como Él, ningún hombre amó como Él, ningún hombre sufrió como Él (Miguel Ángel Fuentes).
Debía ser muy fácil enamorarse de Jesucristo. Quien llega a conocerlo profundamente no puede evitarlo; y por eso Lope cantó: “No sabe qué es amor quien no te ama...” hay un texto atribuido a san Cipriano que es como si Jesús dice: “en vosotros mismos es donde me veréis, como ve un hombre su propio rostro en un espejo”.
-Se acerca la Pasión. Hoy, viernes, faltan dos semanas justas para el Viernes Santo, fijos los ojos en la Cruz de Cristo. Las lecturas de hoy parecen orientarnos ya a esa perspectiva. Algunas frases las volveremos a escuchar aquel día: «ha puesto su confianza en Dios, que le salve ahora, si es que de verdad le quiere» (Mt 27,43).
También hay en nuestro tiempo un rechazo a Jesús, a la imagen que tienen de él, porque a él no le conocen en realidad. También nosotros podemos ser si no amenazados de muerte, sí desacreditados o ignorados. No pasa nada. Jesús fue y es signo de contradicción, como hemos visto que les anunció el anciano Simeón a María y a José. Los cristianos, si somos luz y sal, podemos también resultar molestos en el ambiente en que nos movemos. Lo triste sería que no diéramos ninguna clase de testimonio, que fuéramos insípidos, incapaces de iluminar o interpelar a nadie. Ante el Triduo Pascual, ya cercano, nuestra opción por Cristo debe movernos también a la aceptación de su cruz y de su testimonio radical, si queremos en verdad celebrar la Pascua con Él (J. Aldazábal). Le pedimos hoy al Señor: «Concédenos recibir con alegría la salvación que nos otorgas y manifestarla a los hombres con nuestra propia vida» (oración).
Hoy asistimos a nuevas utopías, con motivos incluso de cienciología. A la espera de nuevos Mesías, no miramos al Salvador… «Por la fuerza de la cruz, el mundo es juzgado como reo y el crucificado, exaltado como juez poderoso» (prefacio I de la Pasión). Como decimos en la Entrada: «Oh Dios, sálvame por tu Nombre, sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras» (Sal 53,3-4). Es la Pasión que nos da esa vida, como señala la oración de Comunión: «Por Cristo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados; el tesoro de su gracia ha sido un derroche para con nosotros» (Ef 1,7). Así pasamos de la esclavitud a la libertad, como pedimos en la Postcomunión: «Señor, así como en la vida humana nos renovamos sin cesar, haz que, abandonado el pecado que envejece nuestro espíritu, nos renovemos ahora por su gracia».
Juan Pablo I, en su primer mensaje como Papa, urgía a los cristianos a cambiar de actitud: “Queremos recordar a toda la Iglesia que la evangelización sigue siendo su principal deber... Animada por la fe, alimentada por la caridad y sostenida por el alimento celestial de la Eucaristía, la Iglesia debe estudiar todos los caminos, procurarse todos los medios, oportuna e inoportunamente (2 Tim 4, 2), para sembrar la palabra, proclamar el mensaje, anunciar la salvación que infunde en el alma la inquietud de la búsqueda de la verdad y la sostiene con la ayuda de lo alto en esta búsqueda. Si todos los hijos de la Iglesia fueran misioneros incansables del Evangelio brotaría una nueva floración de santidad y de renovación en este mundo sediento de amor y de verdad” (27-VIII-1978).
«Nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su hora» (Jn 7,30). Se refiere a la hora de la Cruz, al preciso y precioso tiempo de darse por los pecados de la entera Humanidad. Todavía no ha llegado la hora, pero ya se encuentra muy cerca, cuando sentirá —como escribía el Cardenal Wojtyla— todo «el peso de aquella hora, en la que el Siervo de Yahvé ha de cumplir la profecía de Isaías, pronunciado su “sí». Cristo —en su constante anhelo sacerdotal— habla muchísimas veces de esta hora definitiva y determinante (Mt 26,45; Mc 14,35; Lc 22,53; Jn 7,30; 12,27; 17,1). Toda la vida del Señor se verá dominada por la hora suprema y la deseará con todo el corazón: «Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me siento urgido hasta que se realice!» (Lc 12,50). Y «la víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Aquel viernes, nuestro Redentor entregará su espíritu a las manos del Padre, y desde aquel momento su misión ya cumplida pasará a ser la misión de la Iglesia y de todos sus miembros, animados por el Espíritu Santo. A partir de la hora de Getsemaní, de la muerte en la Cruz y la Resurrección, la vida empezada por Jesús «guía toda la Historia» (Catecismo de la Iglesia n. 1165). “La vida, el trabajo, la oración, la entrega de Cristo se hace presente ahora en su Iglesia: es también la hora del Cuerpo del Señor; su hora deviene nuestra hora, la de acompañarlo en la oración de Getsemaní” (Josep Vall), «siempre despiertos —como afirmaba Pascal— apoyándole en su agonía, hasta el final de los tiempos». Es la hora de actuar como miembros vivos de Cristo. Por esto, «al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por todas” permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la Hora de Jesús sigue presente en la Liturgia de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia n. 2746).

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