jueves, 24 de marzo de 2011

Jueves después de Ceniza: primer anuncio de la Pasión para Jesús y sus discípulos

Deuteronomio 30,15-20. Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que hoy te prescribo, si amas al Señor, tu Dios, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, entonces vivirás, te multiplicarás, y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde ahora vas a entrar para tomar posesión de ella. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar y vas a postrarte ante otros dioses para servirlos, yo les anuncio hoy que ustedes se perderán irremediablemente, y no vivirán mucho tiempo en la tierra que vas a poseer después de cruzar el Jordán. Hoy tomo por testigos contra ustedes al cielo y a la tierra; yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, y vivirás, tú y tus descendientes, con tal que ames al Señor, tu Dios, escuches su voz y le seas fiel. Porque de ello depende tu vida y tu larga permanencia en la tierra que el Señor juró dar a tus padres, a Abraham, a Isaac y a Jacob.

Salmo 1,1-4.6. ¡Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos, sino que se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche! El es como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien. No sucede así con los malvados: ellos son como paja que se lleva el viento, porque el Señor cuida el camino de los justos, pero el camino de los malvados termina mal.

Texto del Evangelio (Lc 9,22-25; paralelos: Mt 16,21-27; Mc 8,31-38): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día». Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?».
Comentario: 1. Moisés dirige a su pueblo un discurso, cuyo resumen leemos hoy. Les dice que les vendrá toda clase de bendiciones si son fieles a Dios. Pero si no lo son les esperan desgracias de las que ellos mismos tendrán la culpa. Se lo plantea como una alternativa ante una encrucijada en el camino. Si siguen la voluntad de Dios, van hacia la vida; si se dejan arrastrar por las tentaciones y adoran a dioses extraños, están eligiendo la muerte. Es lo mismo que dice el salmo responsorial, esta vez con la comparación de un árbol que florece y prospera si sabe estar cerca del agua: «dichoso el que ha puesto su confianza en el Señor, que no entra por la senda de los pecadores... será como árbol plantado al borde de la acequia», «no así los impíos, no así: serán paja que arrebata el viento; porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
La Cuaresma es tiempo de opciones. Nos invita a revisar cada año nuestra dirección en la vida. Desde la Pascua anterior seguro que nos ha crecido más el hombre viejo que el nuevo. Tendemos más a desviarnos que a seguir por el recto camino. En el camino de la Pascua no podemos conformarnos con lo que ya somos y cómo vivimos. Esa palabrita «hoy», que la la lectura repite varias veces, nos sitúa bien: para nosotros el «hoy» es esta Cuaresma que acabamos de iniciar. Nosotros hoy, este año concreto, somos invitados a hacer la opción: el camino del bien o el de la dejadez, la marcha contra corriente o la cuesta abajo. Si Moisés podía urgir a los israelitas ante esta alternativa, mucho más nosotros, que hemos experimentado la salvación de Cristo Jesús, tenemos que reavivar una y otra vez -cada año, en la Pascua- la opción que hemos hecho por él y decidirnos a seguir sus caminos. También a nosotros nos va en ello la vida o la muerte, nuestro crecimiento espiritual o nuestra debilidad creciente. Ahí está nuestra libertad ante la encrucijada, una libertad responsable, siempre a renovar: como los religiosos renuevan cada año sus votos, como los cristianos renuevan cada año en Pascua sus compromisos bautismales. Todos tenemos la experiencia de que el bien nos llena a la larga de felicidad, nos conduce a la vida y nos hace sentir las bendiciones de Dios. Y de que cuando hemos sido flojos y hemos cedido a las varias idolatrías que nos acechan, a la corta o a la larga nos tenemos que arrepentir, nos queda el regusto del remordimiento y padecemos muchas veces en nuestra propia piel el empobrecimiento que supone abandonar a Dios.
El tema de los dos caminos, el de la vida y el de la muerte, es muy típico de las literaturas religiosas de la antigüedad. La vida y la felicidad dependen de la obediencia a los mandamientos del Señor. El camino de la muerte y de la desgracia parte del corazón desviado, de la idolatría. La llamada de Dios es una opción que coloca al hombre ante el dilema de la bendición o la maldición divinas. El Señor exhorta amablemente a escoger la senda buena (Misa dominical 1990).
En el evangelio de hoy, Jesús propone la cruz como un camino, una vía hacia la plenitud de la "vida": es preciso que el Hijo del hombre padezca mucho para entrar en su gloria: "muerte» que conduce a "resurrección".
–“Yo te propongo HOY vida y felicidad, muerte y desgracia”. Escucho, Señor, tu palabra, pronunciada ya por Moisés. La repito en mi interior, como si la oyera directamente de Ti, HOY. Tú respetas mi libertad. Propones la vida y la felicidad... o bien me abandonas a mi muerte y a mi desgracia. No te impones. Pero queda claro que lo que Tú deseas para nosotros es la vida y la felicidad. Estoy ante mi jornada de HOY. Que no deje para mañana esa decisión, esa elección por hacer. ¿Escojo la vida y la felicidad, sí o no?
-“Si escuchas... al Señor, vivirás”. Si amas... Si tu corazón se desvía... perecerás. Si no escuchas... Escuchar a Dios, será el esfuerzo de toda mi cuaresma, será la elección de la vida y la felicidad. De ese modo, la cuaresma, a pesar de ciertas apariencias y de ciertos hábitos, no está orientada primordialmente hacia el sacrificio... sino hacia "la vida y la felicidad". Es un tiempo de vitalidad, de expansión humana y cristiana... y de ningún modo es un tiempo de morosidad y de tristeza. Pascua está ya al final del camino: ¡vivirás!
Pero, Señor, escucho también la segunda frase, la frase de amenaza. Sé que nos tomas en serio, y que tendrás en cuenta mi elección. Me pedirás cuentas de mi rechazo: «Si no me escuchas, perecerás». Más allá del castigo exterior, en el hecho mismo del rechazo de Dios está inscrito una especie de castigo. Ayúdame, ayúdanos, Señor, a nunca jamás desviarnos voluntariamente de ti. Sería perecer.
-“Te propongo la vida o la muerte, la bendición o la maldición: ¡escoge pues la vida! a fin que vivas amando al Señor, tu Dios”. Lo que Dios quiere, lo que preferiría que eligiéramos... está muy claro: ¡es la vida! Te doy gracias, Señor, por repetirme tan a menudo, y tan fuertemente esas cosas, la Salvación, la Liberación, la Redención... Tu voluntad es darnos la vida y la felicidad. Jesús ha venido sólo para esto. ¿Qué debo hacer, para que así sea? Escuchar los mandamientos de Dios, vivir unido a El, caminar según sus sendas, amar al Señor.
-“Dichoso el hombre que medita la Ley del Señor. Es como un árbol cuyo follaje no se mustia jamás y que da el fruto a su tiempo”. Son palabras del Salmo 1 que leemos hoy. Hay que leerlo entero, y llevarlo a la oración. Dios hizo al hombre para la "vida", para «no mustiarse», para «dar fruto sabroso». La cuaresma también... (Noel Quesson).
2. Sal. 1. El salterio, dedicado especialmente a exaltar la Ley del Señor y a alabar a quienes la cumplen, y a maldecir a quienes la transgreden, se abre con este Salmo en el que se nos habla del camino del justo y del camino del malvado. Para el que ama la Ley de Dios y se goza en cumplir sus mandamientos: la dicha y el éxito; para el malvado la maldición que lo hará desaparecer como la paja barrida por el viento. Por medio de Cristo Jesús se nos ha abierto el Camino que nos conduce al Padre. Vamos hacia Él no como esclavos, sino como hijos. Tratemos de corregir nuestros caminos, que muchas veces pudieron desviarse hacia la maldad. Aprovechemos este tiempo de gracia para humillarnos ante el Señor y pedirle perdón; y Él tendrá compasión de nosotros.
3. También Jesús nos pone ante la alternativa. El camino que propone es el mismo que él va a seguir. Ya desde el inicio de la Cuaresma se nos propone la Pascua completa: la muerte y la nueva vida de Jesús. Ese es el camino que lleva a la salvación. Jesús va poniendo unas antítesis dialécticas que son en verdad paradójicas: el discípulo que quiera «salvar su vida» ya sabe qué tiene que hacer, «que se niegue a si mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo». Mientras que si alguien se distrae por el camino con otras apetencias, «se pierde y se perjudica a sí mismo». «El que quiera salvar su vida, la perderá. El que pierda su vida por mi causa, la salvará».No olvidemos que la Cuaresma es camino hacia la Pascua. Este misterio de muerte y vida llega a la existencia íntima del cristiano. El discípulo de JC debe abrazarse a la cruz para encontrar la vida. De nada sirve ganar el mundo si uno se pierde. Únicamente muriendo a nosotros mismos tendremos la senda de la libertad y de la alegría verdaderas (Misa dominical 1990).
“Si alguno quiere venir en pos de mi…” Jesús no es masoquista, no le gusta el dolor, no propone la mortificación como fin en sí mismo. Juan Pablo II nos indicaba pistas para entender mejor el mensaje: “En realidad, «negarse a sí mismo» y «tomar la cruz» equivale a asumir hasta el fondo la propia responsabilidad ante Dios y el prójimo. El Hijo de Dios ha sido fiel a la misión que le confió el Padre hasta derramar su propia sangre por nuestra salvación. A sus seguidores, les pide que hagan lo mismo, entregándose sin reservas a Dios y a los hermanos. Al acoger estas palabras, descubrimos cómo la Cuaresma es un tiempo de fecunda profundización en la fe. La Cuaresma tiene un elevado valor educativo, de manera particular, para los jóvenes, llamados a orientar con claridad su vida. A cada uno, Cristo les repite: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». Cristo es exigente: “Quienes se ponen a la escucha del divino Maestro abrazan con amor su Cruz, que conduce a la plenitud de la vida y de la felicidad”.
Claro que el camino que nos propone Jesús -el que siguió él- no es precisamente fácil. Es más bien paradójico: la vida a través de la muerte. Es un camino exigente, que incluye la subida a Jerusalén, la cruz y la negación de sí mismo: saber amar, perdonar, ofrecerse servicialmente a los demás, crucificar nuestra propia voluntad: «los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (Ga 5,24). Pero es el camino que vale la pena, el que siguió él. La Pascua está llena de alegría, pero también está muy arriba: es una subida hasta la cruz de Jerusalén. Lo que vale, cuesta. Todo amor supone renuncias. En el fondo, para nosotros Cristo mismo es el camino: «yo soy el camino y la verdad y la vida». Celebrar la Eucaristía es una de las mejores maneras, no sólo de expresar nuestra opción por Cristo Jesús, sino de alimentarnos para el camino que hemos elegido. La Eucaristía nos da fuerza para nuestra lucha contra el mal. Es auténtico «viático», alimento para el camino. Y nos recuerda continuamente cuál es la opción que hemos hecho y la meta a la que nos dirigimos. «Que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras» (oración)… «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renúevame por dentro» (comunión; J. Aldazábal).
La salvación del género humano culmina en la Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la tierra. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de la identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los actos de mortificación y penitencia. Para ser discípulo del Señor es preciso seguir su consejo. No es posible seguir al Señor sin la Cruz. Unida al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren su más hondo sentido. No son algo dirigido a la propia perfección, o una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino participación en el misterio de la Redención. La mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, y también puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos olvidados de Dios. Pero no nos debe extrañar, pues ni los mismos Apóstoles no siguen a Cristo hasta el Calvario, pues aún, por no haber recibido al Espíritu Santo, eran débiles.
En este primer anuncio de la pasión choca con un mundo que pretende bienestar y no sacrificio, rosas y no espinas; pero el camino cristiano no es de satisfacción casi animal, como aquella a la que aspiraba el necio de la parábola que se decía: descansa, come, bebe, pásalo bien (Lc. 12,19). Jesús nos convoca en el Calvario, para que nos entreguemos con El. Este es el único camino para alcanzar la felicidad en el Cielo y en la tierra, pues el que pierda su vida por mí -promete el Señor-, la encontrará (Mt. 16, 25). La mortificación está muy relacionada con la alegría, y cuando el corazón se purifica se torna más humilde para tratar a Dios y a los demás. La Cruz del Señor, con la que hemos de cargar cada día, no es ciertamente la que producen nuestros egoísmos, envidias o pereza. Esto no es del Señor, no santifica. En alguna ocasión encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido. Sin embargo, lo normal será que encontremos la cruz de cada día en pequeñas contrariedades en el trabajo, en la convivencia; en un imprevisto que no contábamos, planes que debemos cambiar, instrumentos de trabajo que se estropean, molestias por el frío o calor, o el carácter difícil de una persona con la que convivimos. Hemos de recibir estas contrariedades con ánimo grande, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación, sin quejarnos: nos ayudará a mejorar en la virtud de la paciencia, en caridad, en comprensión: es decir, en santidad. Además experimentaremos una profunda paz y gozo. Además de aceptar la cruz que sale a nuestro encuentro, muchas veces sin esperarla, debemos buscar otras pequeñas mortificaciones para mantener vivo el espíritu de penitencia que nos pide el Señor. Unas nos facilitarán el trabajo, otras nos ayudarán a vivir la caridad. No es preciso que sean cosas más grandes, sino que se adquiera el hábito de hacerlas con constancia y por amor de Dios. Digámosle a Jesús que estamos dispuestos a seguirle cargando con la Cruz, hoy y todos los días.
Decía San Josemaría, después de experiencias duras, al meditarlas al cabo de los años: “Tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios (...). Vale la pena clavarse en la Cruz, porque es entrar en la Vida, embriagarse en la Vida de Cristo”. Y escribía en su epacta: “in laetitia, nulla dies sine cruce! –¡con alegría, ningún día sin cruz!”. Rezan unos versos: "Corazón de Jesús, que me iluminas, / hoy digo que mi Amor y mi Bien eres, / hoy me has dado tu Cruz y tus espinas / hoy digo que me quieres". Jesús bendice con su cruz, pero la ayuda a llevar: "Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, sólo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno. Y quédate tranquilo".
Antes de cargar con nuestra “cruz”, lo primero, es seguir a Cristo. No se sufre y luego se sigue a Cristo... A Cristo se le sigue desde el Amor, y es desde ahí desde donde se comprende el sacrificio, la negación personal: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25). Es el amor y la misericordia lo que conduce al sacrificio. Todo amor verdadero engendra sacrificio de una u otra forma, pero no todo sacrificio engendra amor. Dios no es sacrificio; Dios es Amor, y sólo desde esta perspectiva cobra sentido el dolor, el cansancio y las cruces de nuestra existencia tras el modelo de hombre que el Padre nos revela en Cristo. San Agustín sentenció: «En aquello que se ama, o no se sufre, o el mismo sufrimiento es amado».
En el devenir de nuestra vida, no busquemos un origen divino para los sacrificios y las penurias: «¿Por qué Dios me manda esto?», sino que tratemos de encontrar un “uso divino” para ello: «¿Cómo podré hacer de esto un acto de fe y de amor?». Es desde esta posición como seguimos a Cristo y como —a buen seguro— nos hacemos merecedores de la mirada misericordiosa del Padre. La misma mirada con la que contemplaba a su Hijo en la Cruz.
“Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará”. Como a san Pedro –a quien el Señor tuvo que reprender por no entender estas palabras- también a nosotros nos cuesta entender esta paradoja de la cruz, de perder la vida: los planes de salvación muchas veces aparecen oscuros a nuestra inteligencia, son planes subversivos a nuestro podo de pensar, a la lógica del mundo y de la vida a la que tendemos en nuestra comodidad, pero es necesaria esta reacción sobrenatural, esta corrección del ángulo, de la perspectiva de todo lo creado, para alcanzar el corazón de Dios, no son anti-naturales los planes divinos sino pobres nuestros esquemas humanos, es un riesgo acogernos a la fe en Jesús, pero él vuelca la situación: ese morir es en realidad un camino a la vida auténtica, aquí en la tierra, y también camino a la a la felicidad del cielo para siempre. ¡Cuántos calvarios hay en el mundo, por no querer tomar el suave yugo de la cruz! Seguir a Cristo no es fácil, pues es encontrarse con su cruz, su propuesta pide entrega, correspondencia, sacrificios…
Como siempre, son los ejemplos los que mejor muestran el misterio, como el de Tomás Moro. En determinadas ocasiones ser coherente con la propia conciencia puede ser algo heroico. La etapa histórica que le tocó vivir en la Inglaterra del siglo XVI fue dura: someterse a las presiones del rey Enrique VIII (respecto a la aprobación del divorcio con su mujer Catalina de Aragón y aceptar un nuevo matrimonio real con Ana Bolena), o morir. Muchos eclesiásticos ingleses cedieron. La propia familia de Tomás Moro intentó persuadirle de que diera su consentimiento para salvar la vida. Moro, ex- Lord Canciller de Inglaterra, intentó primero no opinar, pero su silencio era acusación para el rey, por eso le pusieron entre la espada y la pared, hasta que dijera su pensamiento. Su palabra era más fuerte que la de todos, querían doblegarle o matarle. Es una imagen de Jesús, un mártir. En la película “Un hombre para la eternidad” se relata bien la grandeza de su conciencia, que no se doblega ante ningún poder humano, siempre abierta a Dios. Hemos podido ver también al Papa Juan Pablo II como un heraldo de la Verdad, el que Dios ha puesto en un mundo fracturado y atribulado, para hacer resplandecer el sentido de Dios, como quien da auténtico sentido al hombre.
La paradoja del seguimiento de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9,25). Palabras que hicieron santo a Francisco Javier, «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». Lo confiamos al Señor desde la antífona e entrada: «Cuando invoqué al Señor, Él escuchó mi voz, rescató mi alma de la guerra que me hacían. Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará» (cf. Sal 54,17-20.23). Colecta (del Misal anterior, antes Gregoriano): «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti como a su fin». Postcomunión: «Favorecidos con el don del Cielo te pedimos, Dios Todopoderoso, que esta Eucaristía se haga viva realidad en nosotros y nos alcance la salvación».
San León Magno nos dice: «Es necesario, amadísimos, para adherirnos inseparablemente a este misterio [el de la cruz de Cristo] hacer los mayores esfuerzos del alma y del cuerpo; porque, si es malo permanecer ajeno a la solemnidad pascual, es aún peor asociarse a la comunidad de los fieles sin haber participado antes en los sufrimientos de Cristo. El Señor ha dicho: “quien no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10,38). «Y añade San Pablo: “si participamos en sus sufrimientos, también participaremos en su Reino” (Rom 8,17; 1 Tim 2,12). Así, pues, el mejor modo de honrar la pasión, muerte y resurrección de Cristo es sufrir, morir y resucitar con Él... Por eso, cuando alguien se da cuenta que sobrepasa los límites de las disciplina cristiana y que sus deseos van hacia lo que le haría desviar del camino recto, que recurra a la cruz del Señor y clave en ella lo que le lleva a la perdición».
La cercanía del amor a la cruz es esencial a la vida cristiana. Jesús amor, en medio de un mundo de pecado, origina la oposición y el rechazo. Toda la razón de ser de Jesús es amar, su misión es amar y dar la vida a los hombres. Pero el pecado de los hombres unirá esta misión a la muerte. Dios quiere que su Hijo sufra; pues quiere que ame y dé la vida por todos (Is 53.) La muerte de Jesús no es la meta, es sólo el paso para la "Vida". Como Jesús, los discípulos deben amar, vivir para los demás, en medio del egoísmo del mundo. Esto es dar la vida, enterrarse cada día en el don teniendo como apoyo la esperanza. Dar la vida, morir, es vivir para el cristiano. Es realizarse en el don total, enterrarse en el surco, en la esperanza de una primavera que está más allá de nuestra muerte. Este vivir en la muerte es duro cuando se piensa en el camino de los triunfalismos. Es más fácil destruir a los otros que construirlos, cuando la condición para ello es la propia muerte. El vivir cristiano es una continua cercanía a la cruz. Morir es vivir, ganar el mundo es perderlo, amar la propia vida es odiarse. Sólo el que se abraza con la muerte por el amor a los otros pasa más allá de la muerte y entra en la vida de Aquél que venció a la muerte (“Comentarios bíblicos).
Este pasaje, íntimamente ligado al anuncio de la Pasión, contiene el enunciado de las condiciones para seguir a Jesús por el nuevo camino que se prepara a recorrer. Jesús no se ha limitado a mostrar la necesidad escatológica de sus propios sufrimientos; ha preparado también a los discípulos para aceptar de la misma forma una vida de pruebas. Para ilustrar estas enseñanzas, Lucas ha compuesto en torno a este tema una especie de antología, un tanto artificial, de sentencias de Cristo. Los verbos renunciar, cargar con la cruz, seguir a Cristo son sinónimos. Designan, cada uno a su manera, en qué consiste lo esencial de la vida cristiana. Hay que renunciar a toda seguridad personal y aceptar los consejos del Maestro (sentido rabínico de la expresión: "seguir a alguien"), no sólo en teoría sino en la práctica de la vida ("llevar su cruz"). Esa solidaridad con Jesús implicará una participación activa en su resurrección y en su reino escatológico. Así termina para todo cristiano el misterio pascual: lo que Cristo vive muriendo y resucitando se convierte en condición de todos sus discípulos, que han de portar su cruz para vivir con Él en la gloria (Maertens-Frisque).
Seguir a Jesús se identifica con perder la vida. En un lenguaje evidentemente cristiano, la iglesia representa simbólicamente esa actitud con la exigencia de cargar la cruz de cada día. El gesto de Jesús que sube con su cruz hacia el Calvario y muere aplastado por su peso se convierte en la verdad universal, el principio de interpretación en que se basa toda nuestra historia. Los modelos de las viejas religiones de la tierra ya no sirven. Por eso la grandeza del hombre no consiste en trascender la finitud de la materia, subiendo hasta la altura del ser de lo divino (mística oriental) ni consiste en identificarnos sacramentalmente con las fuerzas de la vida que laten en la hondura radical del cosmos (religión de los misterios) ni es perfecto quien cumple la ley hasta el final (fariseísmo) ni el que pretende escaparse del abismo de miseria del mundo, en la esperanza de la meta que se acerca (apocalíptica)... Frente a todos los posibles caminos de la historia de los hombres, Jesús nos ha trazado su camino: "El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo". Cargar la cruz de Jesús significa escuchar su mensaje del reino, adoptar su manera de ser y cumplir hasta el final la urgencia de su ejemplo: ofrecer siempre el perdón, amar sin limitaciones, vivir abiertos al misterio de Dios y mantenerse fieles, aunque eso signifique un riesgo que nos pone en camino de la muerte. Desde esta exigencia, la iglesia se definirá como el conjunto de los hombres que se mantienen unidos en el recuerdo de Jesús y han tomado su gesto personal como la norma de conducta. En esta perspectiva es imposible dictar unas leyes de moral objetiva a la que todos deban someterse. La verdadera ley (la norma final) es siempre el Cristo: su mensaje de evangelio y su camino de amor hasta la muerte. Sobre ese fondo, la ley de Jesús se puede traducir de la siguiente forma: se gana en realidad aquello que se pierde, es decir, lo que se ofrece a los demás, aquello que se sacrifica en bien del otro. Por el contrario, todo aquello que los hombres retienen para sí de una manera cerrada y egoísta lo han perdido. La concreción de esta manera de vida es el "Calvario": resucita lo que ha muerto en bien del otro. No olvidemos que toda esta ley de la existencia cristiana se formula y tiene sentido como expansión de la verdad de Cristo. Sin su muerte y resurrección todas estas palabras no serían más que un sueño sin sentido (Edic. Marova).
La cruz es el camino hacia la plenitud de la vida, y la condición indispensable para seguir a Jesús. -Jesús decía a sus discípulos: "Es preciso que el Hijo del Hombre padezca mucho y que sea rechazado por los ancianos, y por los príncipes de los sacerdotes, y por los escribas y sea muerto y resucite al tercer día. Desde el segundo día de cuaresma, la liturgia nos sitúa delante de lo esencial de la cuaresma: es una subida hacia la Pascua... una marcha hacia la vida en plenitud... una ascensión hacia las cumbres de la alegría, del gozo... Dios se propone que tengamos vida, felicidad... Pascua está al final del camino. Yo voy hacia la Pascua. Pero el camino es la cruz, es el sufrimiento y la renuncia. Un solo modelo, un solo principio, un solo esfuerzo cuaresmal: imitar a Jesús, seguir el camino que El siguió. De ahí la importancia primordial de la oración, de la meditación, para poner realmente a Cristo ante nuestros ojos, en nuestros corazones y en nuestras vidas.
-“Si alguno quiere venir en pos de mí...” Tú has sido el primero en pasar por ello, Señor. Quisiera vivir esos cuarenta días a tu lado, contigo "siguiéndote". Imagino que me dies: -"En verdad ¿quieres acompañarme? -Bien lo quisiera, Señor. Dame ánimo y valor para ello. -Niéguese a sí mismo... -Es verdad, paso demasiado tiempo "pensando en mí"; y sin embargo sé muy bien que esa postura es contraria al amor. Amar es olvidarse... no pensar más en sí mismo... ser y vivir para los demás. Dios es amor. Por esto renunció a sí mismo, por amor nuestro. "No hay amor mayor que el de dar la vida por aquellos que ama". "Siendo de condición divina no quiso ávidamente mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó...". Jesús es el hombre que de una manera total, definitiva e infinitamente, ha renunciado a sí mismo... para estar total, definitiva e infinitamente vuelto hacia los demás.
Jesús vuelto hacia el Padre. Jesús vuelto hacia sus hermanos. -Tome cada día su cruz... Amar es crucificante... pero es también expansionante. Paradoja de la cruz. Vivir según el evangelio no es una vida "en agua de rosas": es una vida que requiere valentía, energía, vigor, ascesis. -Y me siga..¡Tú caminas delante, Señor! Tú, el primero, has renunciado a ti mismo. -Tú me dices: "No es en broma que Yo te he amado." -Lo sé. Y yo ¿qué seré capaz de hacer, en cambio? -Quien quisiere salvar su vida la perderá; Pero quien perdiere su vida por amor a mí, la salvará. ¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si él se pierde y se condena? El sacrificio no es pues un valor en sí mismo. No se trata de renunciar por el placer de renunciarse. La renuncia es negativa. Su finalidad es positiva: se trata de "salvarse"...El hombre no se expansiona sino dándose, renunciando a sí mismo, pero la renuncia conduce a la expansión, en plenitud (Noel Quesson).
Hemos comenzado el tiempo de gracia que es la Cuaresma. La Iglesia, Madre y Maestra, nos va preparando para la Pascua. Con el Evangelio de hoy nos habla de dos temas complementarios: nuestra cruz de cada día y su fruto, es decir, la Vida en mayúscula, sobrenatural y eterna.
Nos ponemos de pie para escuchar el Santo Evangelio, como signo de querer seguir sus enseñanzas. Jesús nos dice que nos neguemos a nosotros mismos, expresión clara de no seguir «el gusto de los caprichos» —como menciona el salmo— o de apartar «las riquezas engañosas», como dice san Pablo. Tomar la propia cruz es aceptar las pequeñas mortificaciones que cada día encontramos por el camino.
Nos puede ayudar a ello la frase que Jesús dijo en el sermón sacerdotal en el Cenáculo: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2). ¡Un labrador ilusionado mimando el racimo para que alcance mucho grado! ¡Sí, queremos seguir al Señor! Sí, somos conscientes de que el Padre nos puede ayudar para dar fruto abundante en nuestra vida terrenal y después gozar en la vida eterna.
Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, no es reconocido como tal sino cuando, después de padecer por nosotros, se levantó victorioso sobre la muerte. Sólo hasta entonces hemos conocido el amor que Dios nos tiene, pues, siendo pecadores, nos envió a su propio Hijo para que, quienes creamos en Él, en Él obtengamos la reconciliación que nos salva. Pero no basta reconocer con la mente que Jesús es nuestro Dios y Salvador. Es necesario tomar nuestra cruz de cada día e ir tras sus huellas. El Señor quiere hacernos partícipes de la Gloria que, como a Hijo unigénito, le pertenece. Pero no podemos quedarnos sentados gozando egoístamente la Salvación que de Dios hemos recibido. El Señor nos ha enviado a proclamar la Buena Nueva de salvación a todos los pueblos; y para eso es necesario hacer nuestras las angustias, tristezas, miserias, pobrezas y pecados de los demás para esforzarnos, con la Fuerza del Espíritu Santo que habita en nosotros, en trabajar para que el Reino de Dios vaya haciendo de nuestro mundo un mundo más libre de todas esas esclavitudes, y, por tanto, un verdadero inicio del Reino de Dios entre nosotros. Dios no nos llamó para la muerte, sino para la vida. Sabiendo que el salario del pecado es la muerte, Dios nos envió a su propio Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte. En esto se ha manifestado el gran amor que Dios nos tiene. Hoy nos reunimos para celebrar este misterio de su amor por nosotros. El Memorial de su Muerte y Resurrección nos recuerda que el Señor con su muerte nos perdonó nuestros pecados, y con su resurrección nos dio nueva vida. Participar de la Eucaristía nos debe llevar a aceptar, con gran amor, esta oferta de salvación que Dios nos hace. Quienes hemos venido a entrar en comunión de vida con el Señor no podremos volver a nuestras actividades diarias cargados de pecado, ni generando signos de muerte. Si el Espíritu de Dios está con nosotros, si su Vida es nuestra vida, seamos portadores de vida y trabajemos esforzadamente para que el amor de Dios llegue a todos y para que también en ellos se haga realidad el Plan de Salvación de Dios. En la vida nos encontramos con dos realidades bien definidas: El camino de la vida, por el que todos aspiramos; y el camino de la muerte, contra el que todos luchamos. Contemplamos nuestra realidad, tal vez con algunos, o con muchos lados oscuros a causa del egoísmo del ser humano. Contemplamos nuestro futuro realizado como un lugar de paz, de fraternidad, de luz nacida de un auténtico amor. Queremos encaminar hacia él nuestros pasos. Sin embargo, ante el deseo de paz y de felicidad, somos conscientes de que mentes guiadas por ansias de un mayor poder económico, han tratado de trastocar el auténtico anhelo de felicidad que anida en el corazón del hombre. Muchos han confundido, así, la felicidad con el poseer lo pasajero, y se han vuelto en compradores compulsivos de cosas que, finalmente les continúan dejando el corazón vacío. Jesucristo nos ha enseñado, no sólo con palabras, sino con su propio ejemplo, que el camino de la felicidad, el camino de la vida se encuentra en la capacidad de relacionarnos con los demás y de vivir fraternalmente unidos por el amor. Por eso hemos de aprender a ir tras las huellas de Cristo, cargando nuestra cruz de cada día. Quien vaya por un camino diferente al del amor que Cristo nos ha mostrado, en lugar de dar vida dará muerte; se convertirá en un destructor, a pesar de que ore al Señor, pues una oración sin compromiso con la realidad, es una oración inútil. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivir con amor la fe que en Él hemos depositado. Que nos fortalezca para que, guiados por su Espíritu, nuestros pasos se encaminen siempre por el camino del bien, de la verdad, del amor y de la paz (www.homiliacatolica.com). San Ignacio guiaba a san Francisco Javier con las palabras del texto de hoy: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). Así llegó a ser el patrón de las Misiones. Con la misma tónica, leemos el último canon del Código de Derecho Canónico (n. 1752): «(...) teniendo en cuenta la salvación de las almas, que ha de ser siempre la ley suprema de la Iglesia». San Agustín tiene la famosa lección: «Animam salvasti tuam predestinasti», que el adagio popular ha traducido así: «Quien la salvación de un alma procura, ya tiene la suya segura». La invitación es evidente. María, la Madre de la Divina Gracia, nos da la mano para avanzar en este camino (muchos textos están tomados de mercaba.org).

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