sábado, 15 de enero de 2011

Navidad, 30 diciembre (6º de la octava). El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre… Ana de Fanuel, en busca del rostro de Jesús…

Navidad, 30 diciembre (6º de la octava). El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre… Ana de Fanuel, en busca del rostro de Jesús…

Primera carta del apóstol san Juan 2,12-17. Os escribo, hijos míos, que se os han perdonado vuestros pecados por su nombre. Os escribo, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio. Os escribo, jóvenes, que ya habéis vencido al Maligno. Os repito, hijos, que ya conocéis al Padre. Os repito, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio. Os repito, jóvenes, que sois fuertes y que la palabra de Dios permanece en vosotros, y que ya habéis vencido al Maligno. No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo -las pasiones de la carne, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero-, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

Salmo 95,7-8a.8b-9.10. R. Alégrese el cielo, goce la tierra.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor.
Entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda.
Decid a los pueblos: «El Señor es rey, él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente.»

Evangelio (Lc 2,36-38): Vivía entonces una profetisa, llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Esta era ya de edad muy avanzada, y había vivido con su marido siete años desde su virginidad; y habíase mantenido viuda hasta los ochenta y cuatro de su edad, no saliendo del templo, y sirviendo en él a Dios día y noche con ayunos y oraciones. Esta, pues, viniendo a la misma hora, alababa igualmente al Señor, y hablaba de El a todos los que esperaban la redención de Israel.

Comentario: 1. 1 Jn 2,12-17. Invita a revisar nuestros criterios en la vida normal: vencer al Maligno, conocer al Padre, guiarse por aquello que viene del Padre y no por lo que viene del mundo. Define las modalidades de la comunión con Dios: vivir con El en la luz, compartir su amor amando a los hermanos, en una palabra, conocerle. Pero esa comunión supone una elección deliberada. No es posible, en efecto, servir a dos amos a la vez: el Padre y el Mundo. Es la lección esencial de este pasaje.
a) El hombre y el cristiano se ven, en efecto, solicitados por dos fuentes de vida: el Padre y el Mundo. Pero no es posible beber de dos aguas: quien ama al mundo no puede tener en él el amor del Padre (v 15), quien es solicitado por la "codicia" del mundo (v 16) no puede serlo por la "voluntad" de Dios (v 17) El término "mundo" recibe, pues, en la pluma de San Juan un sentido peyorativo: no se trata del mundo por el que Cristo ha muerto (1 Jn 2,2; 4,14; Jn 3,17; 4,42; 12,47) y al que Dios ha amado tanto (Jn 3,16), sino de esa humanidad que no cuenta más que consigo misma para salvarse y se niega a admitir que su futuro depende de una iniciativa gratuita de Dios. De ese mundo cuyo príncipe es Satanás (Jn 12,31). Amar a ese mundo no puede compaginarse con el amor de Dios: ¿cómo podría ni siquiera creer en la existencia de un Padre cuando se pretende no contar más que con uno mismo?
b) El amor al Padre se reconoce a través de ciertos indicios que ya ha enumerado Juan: por ejemplo, el amor de los hermanos (1 Jn 2,8-11); la pertenencia al mundo se comprueba igualmente por ciertos indicios como someterse a las codicias de la carne, de los ojos y de la "vida" (v 16), que están en contra de la voluntad del Padre. La codicia de la carne designa sin duda esa hostilidad hacia Dios que anida en la carne; pecados de la sensualidad y de la gula. La codicia de los ojos apunta probablemente a los espectáculos del circo. La codicia de la vida hace alusión, al parecer, a las riquezas (los "medios de vida"). Por lo demás, esta lista no es exhaustiva: ofrece las principales características del comportamiento de quien hace de sí mismo lo absoluto.
c) Al hombre entregado a los impulsos de sus codicias se opone el que hace la voluntad de Dios y se deja conducir por su dinamismo. Pero nos encontramos en los últimos tiempos (v 18), los del cumplimiento haciendo al hombre entrar en la vida eterna. La codicia del mundo replegado sobre sí mismo y que "pasará".
El cristiano no huye del mundo; forma parte activa de él y sabe que puede llevar al mundo a su floración eterna desde el momento que actúa en él tratando de obedecer los impulsos de la voluntad de Dios. Pero el mundo es pecador cuando quiere encontrar por sí mismo las técnicas y los medios de su salvación y de su promoción definitiva..., esos medios que no son, al fin de cuentas, más que codicias.
La Eucaristía forma parte del mundo, por su pan y su vino, por las palabras que en ella son proclamadas, por los hombres que reúne. Pero es al mismo tiempo iniciativa de Dios, una iniciativa a la que se remiten los miembros de la asamblea (Maertens-Frisque).
Hemos visto que a los gnósticos les gustaba llamarse a sí mismos "sin pecado", porque predicaban una moral supuestamente superior: Juan ya les ha condenado cuando escribe: "Si decimos que no hemos pecado, le hacemos (a Dios) mentiroso" (1, 10). Ahora se dirige a los fieles con estas palabras: "Habéis vencido al Maligno". De nuevo, se trata de reconfortar a los verdaderos creyentes. Estos están en la verdad; los demás, en el error. Al guardar la fe de la Iglesia, los creyentes acogen la obra de Dios en ellos: al dar su confianza a Cristo, se proporcionan un "abogado" ante el Padre. Ellos son, pues, y no los herejes, los que poseen la vida. ¡Que perseveren, a pesar de las fuerzas diabólicas que socavan la comunidad! (“Dios cada día”, Sal Terrae).
S. Juan se dirige a sus lectores llamándoles "hijos". Es el denominador común aplicable a todos sus destinatarios. Después establece una distinción entre ellos: se dirige a los padres y a los jóvenes. Y, sin embargo, lo que escribe a cada grupo no es tan específico que no pueda aplicarse al otro. Lo que se dice de los padres puede aplicarse a los jóvenes y viceversa. El autor quiere comunicarles una alegre conciencia de lo que ellos son como cristianos: la alegre seguridad de la salvación. Sepan los cristianos que tienen vida eterna. ¿Qué es lo que dice el autor? Recuerda de modo general a sus "hijos", es decir, a todos los cristianos, que les han sido perdonados sus pecados, y en la segunda parte les dice que han conocido al Padre.
-"Os escribo, padres, porque conocéis al que es desde el principio". Por dos veces dice lo mismo. El que es desde el principio es JC. ¿Por qué a los lectores -a nosotros- aquí se nos llama "padres"? Porque nosotros, por nuestro "conocimiento de Cristo" -nuestra fe en Cristo y nuestra comunión con Cristo y con el Padre, producida por esa fe- hemos entrado a formar parte de la serie de los testigos. El autor sabe que aquellos a quienes él ha llamado "hijos", aquellos a quienes él pudo transmitir la comunión con Dios, son al mismo tiempo "padres" que han entrado a participar de su cualidad de testigo y podrán así transmitir a otros su fe y su comunión con Dios.
-"Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al Maligno". El autor se refiere también a todos los cristianos como tales. El ser fuertes y el vencer es algo que caracteriza a una determinada edad, a la edad precisamente de los jóvenes. La Palabra de Dios permanece en vosotros: esto no es privilegio de una edad determinada. El autor quiere decirnos que frente al maligno, tenemos nosotros la energía combativa y la fuerza de victoria que tienen los jóvenes; que nosotros hemos de recibir y hemos recibido ya de Dios la energía para caminar en la luz.
A continuación nos recuerda la exigencia fundamental que implica el cumplimiento de este programa: la separación del mundo. Dios y el mundo son dos realidades que mutuamente se excluyen. Permanecer en Dios significa alejarse del mundo. "Tanto amó Dios al mundo que no paró hasta entregar a su Hijo Único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16-17). No se trata del mundo en cuanto creación de Dios "...vio que todo era bueno". Tampoco se trata del mundo que los hombres van construyendo puesto que Dios encomendó la creación al dominio del hombre. El mundo del que se exige una lejanía al cristiano es el símbolo de todo aquello que excluye a Dios. Siempre que una realidad humana se autoafirme absolutamente excluyendo a Dios y sus exigencias, entonces la palabra "mundo" se opone a "Reino de Dios". Porque lo que hay en el mundo -las pasiones del hombre terreno y la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero- eso no procede del Padre, sino que procede del mundo: -la apetencia de placeres para el cuerpo, -la apetencia excesiva de bienes terrenos, sobre los cuales piensa el hombre edificar su vida dándole seguridad, -y la arrogancia del dinero, es el corazón prisionero de las riquezas y cerrado para los hermanos: el desprecio práctico de Dios y de los hombres. Por consiguiente "lo que hay en el mundo es el egoísmo pecador, el egoísmo que se opone al amor derramado por Dios. La triple concupiscencia que procede "del mundo" es la antítesis misma de lo que procede "del Padre", es todo lo contrario del amor generoso que se entrega. Hoy debiéramos descubrir lo que hay en nosotros que es "del mundo" y escuchar la llamada del Padre a la conversión, a la renuncia de la voluntad caprichosa. Y caeríamos en una ilusión y engaño propio que esto lo podemos hacer sin una limitación sensible -quizá dolorosamente sensible- en la utilización de los bienes de la creación. Entonces, implícitamente, se exige también la renuncia voluntaria a los valores de la creación. Una renuncia que no se exige por sí misma, ni tampoco como condición de posibilidad para un amor de Dios concebido en forma individualista de cada persona aislada, sino que se exige como condición de posibilidad para la plena comunión con el hermano y hermana que Dios coloca a nuestro lado.
-Os digo, hijos míos: «Vuestros pecados están perdonados por obra del nombre de Jesús». Incansablemente, debemos repetirnos esas palabras a fin de que del fondo de nuestras vidas surja: -nuestro agradecimiento absoluto a Dios. -y el deseo sincero de nunca más pecar...
-Os lo digo a vosotros, padres porque: «conocéis al que es desde el principio». San Juan se dirige, particularmente aquí, a las personas de edad avanzada y les recomienda que se apoyen en el «conocimiento» de Dios, y en su «estabilidad»: «el que existe desde siempre». ¡La vejez invita a concentrarse en lo «esencial»! En esa edad, muchas cosas «desaparecen». Así el árbol se despoja de sus galas después de haber dado sus frutos. Pero también es señal de que la primavera está cerca. «Os lo digo a vosotros, padres: «conocéis al que es, desde el principio».
-Os lo digo a vosotros jóvenes: «Habéis vencido al Maligno. Sois fuertes, porque la Palabra de Dios permanece en vosotros.» Al dirigirse a los jóvenes, san Juan les recomienda ser «fuertes» para el combate que han de afrontar con el «Maligno»... apoyados en la «palabra de Dios». -El compromiso... -La oración de contemplación... -todo un programa de vida para jóvenes-. -No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. El término «mundo», en la pluma de san Juan tiene, casi siempre un sentido peyorativo. Se trata de esa «humanidad que sólo cuenta en sí misma y rehúsa confiar a Dios su porvenir». Se trata del mundo encerrado en sí mismo... del mundo que «pretende bastarse a sí mismo»... del mundo «a puerta cerrada». Un mundo tal no puede ir a la paz con Dios.
-Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Esas son unas frases severas. Hay que escucharlas tal cual son. Ya decía Jesús: «¡No se puede servir a dos amos!». Sin embargo, ese mundo pecador con el que ningún compromiso es posible, ¡Dios lo ha amado! para salvarle. El mismo san Juan puso en labios de Jesús esta otra frase: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan,3-16). Danos, Señor, saber condenar el pecado y amar a los pecadores... Ayúdanos, Señor a «no ser del mundo» y a «amar al mundo» como Tú lo amas...
-Todo lo que hay en el mundo es: -Deseos egoístas de la naturaleza humana... -Concupiscencia de los ojos. -Orgullo de las riquezas... ¡Todo ello no procede del Padre! Efectivamente, lo que está condenado en el mundo es su «suficiencia», su «egoísmo», su «orgullo». El hecho de prescindir de Dios. ¡Bastarse a si mismo! Detrás de esas palabras de Juan se perfila el paganismo de la época: la sensualidad aberrante del imperio romano decadente, los espectáculos indecentes y violentos del circo, la opresión de los ricos sobre los pobres. Evidentemente, si decimos que amamos a Dios, no tenemos derecho de amar a este mundo.
-Ahora bien, el mundo con sus deseos desaparecerá; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. ¡Todo lo solamente humano... pasa! es frágil, transitorio, efímero. Todo lo que tiene fin es corto. Sólo Dios permanece. Uniendo mi vida a la tuya. Señor, ligo mi destino a tu vida eterna (Noel Quesson).

2. Sal. 95. Dios, nuestro Rey poderoso, no viene a nosotros como alguien que llega a aplastar nuestra dignidad. A pesar de su gran poder; y a pesar de nuestra indignidad a causa de nuestros pecado, Dios se acerca a nosotros como un Padre lleno de amor hacia quienes sabe que somos frágiles e inclinados a la maldad desde nuestra adolescencia. Quien reconozca el poder salvador de Dios, sabe que Dios nos envió a su propio Hijo para convertirse en motivo de salvación para cuantos le invoquen y le busquen con sincero corazón. Sólo el amor que Dios infunde en nuestros corazones podrá hacernos constructores de un mundo más justo y más fraterno. Esa es, finalmente, una de nuestras responsabilidades en la construcción de la ciudad terrena.

3. A. Comentario mío de 2007: San Ambrosio nos cuenta que “había profetizado Simeón, había profetizado una que era casada, y había profetizado una Virgen. Debió también profetizar una viuda para que no faltase ningún sexo ni condición”. Hoy vemos ese testimonio que faltaba: "Vivía entonces una profetisa llamada Ana", etc. No es algo banal, sino que está presentado con todo tipo de detalles, ambientando bien la escena: Teofilacto hace notar que “se detiene el evangelista describiendo la persona de Ana, diciendo quién era su padre, cuál era su tribu, y presentando como testigos a muchos que vieron a su padre y su tribu”. San Gregorio Niceno admite también que pasados unos años haya más gente con ese nombre…: “O tal vez porque en aquel tiempo había otras mujeres que tenían el mismo nombre de su padre, y dice cuál es su procedencia”. Pero lo más probable, como señala San Ambrosio, es que se quiere destacar la figura de Ana, por sus virtudes en su estado de viuda, “cuanto por sus costumbres, está representada como digna de anunciar al Redentor del mundo, por lo que continúa: "Que era ya de edad muy avanzada, y había vivido desde su virginidad, siete años con su marido y siendo viuda hasta los ochenta y cuatro años"”.
Orígenes hace notar el sentido alegórico de las dos profecías en el templo, cómo Simeón representa el eslabón entre el Antiguo y Nuevo Testamento: “como Ana la profetisa habló poco y no muy claro de Jesucristo, el Evangelio no refiere explícitamente lo que ella dijo. También se puede creer que tal vez habló Simeón antes que ella, porque éste representaba la forma de la ley (puesto que su nombre quiere decir obediencia) y ella representaba la gracia (según la significación del suyo), y como Jesucristo estaba entre ellos, dejó morir al primero con la ley, y fomentó con la gracia la vida de la última”. Beda sigue en la misma línea, según la forma curiosa que tenían, del sentido alegórico de los números, cosa que hoy nos hace cierta gracia, pero no deja de ser pedagógico: “Según el sentido místico, Ana significa la Iglesia, que en la actualidad ha quedado como viuda por la muerte de su esposo. También el número de los años de su viudez representa el tiempo de la peregrinación del cuerpo de la Iglesia lejos del Señor. Siete veces doce hacen ochenta y cuatro; siete expresa la marcha del tiempo que gira en siete días, y doce que pertenecen a la perfección de la doctrina apostólica. Por esto, tanto la Iglesia universal, como cualquier alma fiel, que procure pasar todo el tiempo de la vida según la doctrina de los apóstoles, se puede decir que ha servido al Señor por espacio de ochenta y cuatro años. También concuerda bien con esto el tiempo de siete años, que esta viuda había vivido con su marido. Porque en virtud de un privilegio de la majestad del Señor, que Él mismo en carne mortal nos ha explicado, el número de siete años es signo que expresa un número perfecto. También el nombre de Ana se conforma mucho con la Iglesia, porque su nombre significa gracia. Es hija de Fanuel que quiere decir cara de Dios, y desciende de la tribu de Aser, que quiere decir bienaventurado”.
En cualquier caso, nos presenta el Evangelio una mujer que desde joven se consagra totalmente a Dios: ésa fue su elección. Toda una vida al servicio de Dios, dejar los amores por el Amor, y el Señor le permite ver su rostro. La reciente película de “El hombre que hacía milagros” muestra en plastilina y dibujos la vida de Jesús, y al no tener un protagonista famoso se hace más “llevadera” la interpretación. Y es que nos es velado el rostro de Jesús, y la búsqueda no se satisface con las representaciones cinematográficas. Como decía la revista “Time” (6.12.2000) la figura de estos 2000 años más influyente es Jesús de Nazaret: "un hombre que vivió una vida corta, en un lugar atrasado y rural del Imperio Romano y que murió en agonía como un criminal convicto y que nunca se propuso causar ni la más mínima porción de los efectos que se han obrado en su nombre.
¿Quién fue, entonces, Jesús? ¿Cómo podemos saber más de él?” Deseamos conocer más y más su rostro, y por eso meditamos el Evangelio, también nos gusta ver las semejanzas entre el Jesús que aparece en la sábana santa y los iconos de las iglesias orientales. La “santa sindone” es uno de los mejores testimonios del rostro de Jesús, de este Jesús que nació, rezó y ayunó, que murió en el Calvario, con el sacrificio de la cruz, en una victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte. Sin embargo, la imagen que podemos encontrar sobre todo es interior.
Juan Pablo II nos invitaba a fijar la mirada en el rostro de Cristo y hacer de su Evangelio la regla cotidiana de vida. Decía una chica que es muy difícil explicar esta experiencia: “cuando crees en el Evangelio, cuando rezas, te sientes mejor, y sería estupendo que viviéramos lo que nos enseña... el mundo sería distinto”. Hay una cierta “experiencia de Dios”, un “laboratorio” en el que descubrimos, aún dentro del ambiente secularizado que nos rodea, el rostro de Jesús.
Ana es portadora de este deseo, de querer ver el rostro de Jesús. Como publica el semanario Life, "parece claro que el cristianismo no desaparece... está el reto... Él animó al hombre a hacer mejor las cosas, a ser caritativo, a perdonar. Habló de fe, esperanza y amor. Las instituciones suben, y después caen; las sectas cambian, sin propósito fijo, lo esencial; los buscadores persiguen la verdad literal o el cumplimiento espiritual. Todo en respuesta a un hombre que habló hace 2000 años.
Todo en respuesta al desafío o reto de Jesús". Pienso que la revelación cristiana atrae porque nos habla de que tenemos un Padre y que todos somos hermanos, cosa que nos conmueve porque si no hay padre no hay fraternidad, por mucho que seamos hijos de los hombres primitivos. Además, estamos todos interesados en el tema de qué será después de la muerte (últimas preguntas) y cuál es el sentido de la vida (las penúltimas preguntas).
Benedicto XVI nos hace ver que no es serio decir el Jesús de la fe no sea el histórico: “En los años cincuenta comenzó a cambiar la situación, ha grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe» se hizo cada vez más profunda; a ojos vistas se alejaban uno de otro. Vero, ¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en Jesús Hijo del Dios vivo, si resulta que el hombre Jesús era tan diferente de como lo presentan los evangelistas y como, partiendo de los Evangelios, lo anuncia la Iglesia?
Los avances de la investigación histórico-crítica llevaron a distinciones cada vez más sutiles entre los diversos estratos de la tradición. Detrás de éstos la figura de Jesús, en la que se basa la fe, era cada vez más nebulosa, iba perdiendo su perfil. Al mismo tiempo, las reconstrucciones de este Jesús, que había que buscar a partir de las tradiciones de los evangelistas y sus fuentes, se hicieron cada vez más contrastantes: desde el revolucionario antirromano que luchaba por derrocar a los poderes establecidos y, naturalmente, fracasa, hasta el moralista benigno que todo lo aprueba y que, incomprensiblemente, termina por causar su propia ruina. Quien lee una tras otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar enseguida que son más una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un poner al descubierto un icono que se había desdibujado. Por eso ha ido aumentando entretanto la desconfianza ante estas imágenes de Jesús; pero también la figura misma de Jesús se ha alejado todavía más de nosotros.
Como resultado común de todas estas tentativas, ha quedado la impresión de que, en cualquier caso, sabemos pocas cosas ciertas sobre Jesús, y que ha sido sólo la fe en su divinidad la que ha plasmado posteriormente su imagen. Entretanto, esta impresión ha calado hondamente en la conciencia general de la cristiandad. Semejante situación es dramática para la fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el vacío”.
Rudolf Schnackenburg buscó esta “persona de Jesucristo reflejada en los cuatro Evangelios”. Y llega a la conclusión «de que mediante los esfuerzos de la investigación con métodos histórico-críticos no se logra, o se logra de modo insuficiente, una visión fiable de la figura histórica de Jesús de Nazaret… el esfuerzo de la investigación exegética... por identificar estas tradiciones y llevarlas a lo históricamente digno de crédito, nos somete a una discusión continua de la historia de las tradiciones y de las redacciones que nunca se acaba» (p. 349).
¿Hasta dónde llega el «fundamento histórico»? Schnackenburg “ha dejado claro como dato verdaderamente histórico el punto decisivo: el ser de Jesús relativo a Dios y su unión con Él… Sin su enraizamiento en Dios, la persona de Jesús resulta vaga, irreal e inexplicable»”. Y a partir de aquí comienza el Papa: “Éste es también el punto de apoyo sobre el que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad. Sin esta comunión no se puede entender nada y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy”. Pero quiere ir más allá de aquel autor, que dice: los Evangelios «quieren, por así decirlo, revestir de carne al misterioso hijo de Dios aparecido sobre la tierra». “Quisiera decir al respecto: no necesitaban «revestirle» de carne, Él se había hecho carne realmente. Vero, ¿se puede encontrar esta carne a través de la espesura de las tradiciones?... es fundamental referirse a hechos históricos reales… ‘et incarnatus est’: con estas palabras profesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real.
Si dejamos de lado esta historia, la fe cristiana como tal queda eliminada y transformada en otra religión. Así pues, si la historia, lo fáctico, forma parte esencial de la fe cristiana en este sentido, ésta debe afrontar el método histórico. La fe misma lo exige”. La historia intenta “conocer y entender con la mayor exactitud posible el pasado” pero no puede hacerlo actual, «de hoy». Pero “las palabras transmitidas en la Biblia se convierten en Escritura a través de un proceso de relecturas cada vez nuevas: los textos antiguos se retoman en una situación nueva, leídos y entendidos de manera nueva. En la relectura, en la lectura progresiva, mediante correcciones, profundizaciones y ampliaciones tácitas, la formación de la Escritura se configura como un proceso de la palabra que abre poco a poco sus potencialidades interiores, que de algún modo estaban ya como semillas y que sólo se abren ante el desafío de situaciones nuevas, nuevas experiencias y nuevos sufrimientos.
Quien observa este proceso —sin duda no lineal, a menudo dramático pero siempre en marcha— a partir de Jesucristo, puede reconocer que en su conjunto sigue una dirección, que el Antiguo y el Nuevo Testamento están íntimamente relacionados entre sí. Ciertamente, la hermenéutica cristológica, que ve en Cristo Jesús la clave de todo el conjunto y, a partir de Él, aprende a entender la Biblia como unidad, presupone una decisión de fe y no puede surgir del mero método histórico. Pero esta decisión de fe tiene su razón —una razón histórica— y permite ver la unidad interna de la Escritura y entender de un modo nuevo los diversos tramos de su camino sin quitarles su originalidad histórica”.
Por tanto, para conocer a Cristo la «exégesis canónica» —la lectura de los diversos textos de la Biblia en el marco de su totalidad— “es una dimensión esencial de la interpretación que no se opone al método histórico-crítico, sino que lo desarrolla de un modo orgánico y lo convierte en verdadera teología”.
Investigar las palabras de Jesús es interesante, pero mucho más ver cómo “las palabras mismas” tienen unas “aperturas intrínsecas”, como han sido leídas en la Iglesia, por eso pienso que es peligroso reformar esas palabras de la Biblia, como la Neovulgata, que cambió un 2%. Menos mal que en la liturgia se ha mantenido alguna antífona con la fórmula antigua, que es la que han meditado tantos Padres de la Iglesia. Pero da miedo pensar que se pierda contenido precioso de esta tradición, por una vuelta a los orígenes hecha desde la filología solamente. Todo forma una unidad, dentro de la Tradición, y ahí está implicada la misma inspiración: “Los cuatro sentidos de la Escritura no son significados individuales independientes que se superponen, sino precisamente dimensiones de la palabra única, que va más allá del momento”.
La clave está en que “los distintos libros de la Sagrada Escritura, como ésta en su conjunto, no son simple literatura. La Escritura ha surgido en y del sujeto vivo del pueblo de Dios en camino y vive en él. Se podría decir que los libros de la Escritura remiten a tres sujetos que interactúan entre sí. En primer lugar al autor o grupo de autores a los que debemos un libro de la Escritura. Vero estos autores no son escritores autónomos en el sentido moderno del término, sino que forman parte del sujeto común «pueblo de Dios»: hablan a partir de él y a él se dirigen, hasta el punto de que el pueblo es el verdadero y más profundo «autor» de las Escrituras”. Y “el pueblo de Dios —la Iglesia— es el sujeto vivo de la Escritura; en él, las palabras de la Biblia son siempre una presencia. Naturalmente, esto exige que este pueblo reciba de Dios su propio ser, en último término, del Cristo hecho carne, y se deje ordenar, conducir y guiar por El”.
El «Jesús histórico» más real es así el que nos presenta la Iglesia, el que nos llega por la tradición auténtica, “esta figura resulta más lógica y, desde el punto de vista histórico, también más comprensible que las reconstrucciones que hemos conocido en las últimas décadas. Pienso que precisamente este Jesús —el de los Evangelios— es una figura históricamente sensata y convincente.
Sólo si ocurrió algo realmente extraordinario, si la figura y las palabras de Jesús superaban radicalmente todas las esperanzas y expectativas de la época, se explica su crucifixión y su eficacia. Apenas veinte años después de la muerte de Jesús encontramos en el gran himno a Cristo de la Carta a los Filipenses (cf. 2, 6-11) una cristología de Jesús totalmente desarrollada, en la que se dice que Jesús era igual a Dios, pero que se despojó de su rango, se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz, y que a El corresponde ser honrado por el cosmos, la adoración que Dios había anunciado en el profeta Isaías (cf. 45, 23) y que sólo El merece.
La investigación crítica se plantea con razón la pregunta: ¿Qué ha ocurrido en esos veinte años desde la crucifixión de Jesús? ¿Cómo se llegó a esta cristología? En realidad, el hecho de que se formaran comunidades anónimas, cuyos representantes se intenta descubrir, no explica nada. ¿Cómo colectividades desconocidas pudieron ser tan creativas, convincentes y, así, imponerse? ¿No es más lógico, también desde el punto de vista histórico, pensar que su grandeza resida en su origen, y que la figura de Jesús haya hecho saltar en la práctica todas las categorías disponibles y sólo se la haya podido entender a partir del misterio de Dios? Naturalmente, creer que precisamente como hombre El era Dios, y que dio a conocer esto veladamente en las parábolas, pero cada vez de manera más inequívoca, es algo que supera las posibilidades del método histórico. Por el contrario, si a la luz de esta convicción de fe se leen los textos con el método histórico y con su apertura a lo que lo sobrepasa, éstos se abren de par en par para manifestar un camino y una figura dignos de fe. Así queda también clara la compleja búsqueda que hay en los escritos del Nuevo Testamento en torno a la figura de Jesús y, no obstante todas las diversidades, la profunda cohesión de estos escritos”.
En el fondo, tenía razón Dostoyevsky cuando en "Los demonios" preguntaba "¿Puede un hombre culto, un europeo de nuestros días, creer aún en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios? Pues en ello consiste propiamente la fe toda". Y es lo que plantea tanta literatura, ante la que el Papa quiere dar una aportación de la verdad: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lucas 24, 5-6), preguntó el ángel a las santas mujeres aquel primer domingo de pascua, y como una onda que pasa transversalmente a través de los siglos, parece que aletean en el aire estas palabras del ángel, para que el anuncio de la resurrección de Jesús llegue a toda persona de buena voluntad y todos nos sintamos protagonistas en construir un mundo mejor.
Ana de Fanuel no quería llegar a tanto, era simplemente la mujer que no moriría hasta ver el salvador, tenía 84 años y era viuda, servía Dios noche y día, era perseverante, porque era piadosa, y había madurado por los padecimientos. Hay maneras de madurar como la vitalidad juvenil, cuando podemos entregarnos a un ideal, pero junto a la decisión hay faltas de constancia, desánimos. La paciencia, perseverancia, viene con los años, cuando se acrisola con el tiempo y el sacrificio ese amor, como los viejos robles que no sufren la sequía, en cambio los brotes tiernos siempre pueden secarse y morir, de forma que la edad hace mejorar lo bueno y empeorar lo que es malo. Ana era buen vino, y fue recompensada. Puede ser porque al ser mayor iba más a lo esencial, como hacen las abuelas. Saben que en la vida lo importante es amar y sentirse amado, y ese amor es capaz de cualquier sacrificio. Ella había visto de todo y entendía que todo es vanidad, que los placeres no dan la felicidad y la misma sabiduría si nos aparta de Dios no vale nada. Por eso ella escoge con su piedad sencilla y fuerte, vivir de esperanza, y esperar el Cordero de Dios, confiar en la Palabra divina, no dejarse llevar por el sentimentalismo, que es campo de superstición, música melosa pero hueca, cursiladas vacías... como tampoco se deja llevar por el mundo intelectual y frío, sino que busca en su corazón el centro de la piedad. Sabe que no es el cumplimento de prácticas la base de la santidad, sino el amor, y eso intuye que nos trae Jesús, que somos hijos en brazos de nuestro Padre Dios.
B. Comentario que tomo de textos de mercaba.org en 2009: - La figura de Ana, que parece no tener relevancia alguna, nos puede hacer pensar en la dedicación callada a Dios, en el espíritu atento a sus llamadas y manifestaciones, en la alegría de la salvación que siempre se nos muestra. Y también en lo que todos podemos aprender de los ancianos.
- El final del evangelio nos hace mirar a Jesús que va creciendo y aprendiendo. Los largos años de Nazaret son años de camino oculto: aprendiendo de sus padres y maestros, yendo a la sinagoga, llenándose de Dios. Es una vida normal como la nuestra, que vale la pena vivir como él la vivió. Ana pertenece al grupo de los pobres de Yahvé los "anawim". No posee nada. Tampoco es muy alegre su vida. La desgracia entró en su hogar. Si permanecía en su pobre casa, ¡la de una anciana! estaría sola todo el día. Entonces encuentra una solución: pasa la mayor parte del tiempo en el templo, rezando "día y noche". Es tanta su edad, y quizá sus fuerzas físicas muy disminuidas por alguna enfermedad... que nadie le pide ni le encarga nada... por lo demás podría sentirse inútil. Pero, cerca de Dios ha hallado una solución: hace de su vida una "ofrenda", "sirve a Dios", "ayuna": toda su vida es una especie de sacrificio, de holocausto, que sube al cielo como el humo del incienso en la oración y ofrenda de la tarde.
Y entonces, su vida, su pobreza son de un valor infinito; con lo que salva al mundo. Esta mujer es más importante a los ojos de Dios que todos los doctores de la Ley y los sacerdotes que ejercen sus funciones oficiales en el Templo.
-Ella proclamaba las alabanzas de Dios, y hablaba del niño a todos aquellos que esperaban la liberación de Israel.
Esta es la esperanza de los pobres, la humilde espera de los pobres: ¡ser liberados! Ana no se repliega en sí misma y ni su "ayuno" ni su "oración" son para sí misma. Ella no ofrece su vida en vista a su salvación personal. Lo que verdaderamente aporta es la "esperanza de Israel".
¿Cargo sobre mí a toda la humanidad? ¿Aporto la esperanza y la espera al mundo? En mi plegaria ¿está presente la Iglesia, pueblo de Dios? ¿Comparto mi esperanza con la de la Iglesia misionera? Y Ana, la ancianita, no está inactiva, pasiva, resignada, sin recurso... hace lo que puede: "hablaba... del niño a todos los que esperaban la liberación..." ..."proclamaba las alabanzas de Dios". Probablemente, en los oficios del Templo cantaría los salmos con toda su alma y con su cascada voz. Y al salir, hablaría de Dios a todos los que querían escucharla.
-"Cumplidas todas las cosas ordenadas por la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios, estaba en El".
Es preciso contemplar e imaginar largamente todo esto. Jesús, a los tres años... está creciendo. A los seis años... su conciencia despierta con la educación y los buenos consejos de su madre y de José... va a la escuela, aprende a leer... va progresando... Y no obstante, es Dios. Es un misterio. Jesús sigue todas las leyes naturales del crecimiento humano, crecimiento físico, crecimiento intelectual (progresa en ciencia). Pasa por la pubertad y la adolescencia.
"Siendo como es el Hijo", acepta el no conocer su misión más que progresivamente, ha aprendido lo que es obedecer" (Hebr 5,8). Ha tomado para sí mucha condición de hombres en todo. Realiza su fidelidad al Padre en una obediencia absoluta a su condición humana frágil y limitada.
Pobreza de Ana, la vieja pobreza de Jerusalén... Pobreza de Dios "aquel que se ha despojado"... (Noel Quesson).
Lucas, en el evangelio de hoy, pone en labios de Simeón, la seguridad que han de tener las personas comprometidas con la Vida: "mis ojos han visto la luz de las naciones" (Lc 2, 29-32). Simeón es, al igual que Zacarías, uno de los muchos piadosos y justos (Lc 1, 6) que aguardaban la liberación de Israel. El viejo Simeón al final de su vida pudo experimentar la liberación de Dios, liberación que esperan todos los justos. Éstos son los que aman al Señor; lo aman porque buscan, porque están luchando desde su pobreza por un nuevo espacio geográfico y social que sea significativamente distinto de aquel en el que se vive. En la pluma de Lucas, la liberación no es sólo para Israel, es para todas las naciones, sin condiciones. Nada ni nadie puede poner como pretexto que la liberación de las condiciones de tinieblas está restringida. A todas las naciones se les retira las vendas: no tienen porque andar en tinieblas. Han de buscar hacer realidad el nacimiento de la Nueva Sociedad que recibe en sus brazos al Verbo de Dios (v 28). Esa visión universalista de la sociedad liberada de las tinieblas, es lo que Lucas quiere transmitir con urgencia. De manera que las naciones y las personas que acogen a Jesús, que lo toman en los brazos, se obligan a un nuevo discurso y nueva praxis social que lleva a la liberación (servicio bíblico latinoamericano).
Esta mujer, viuda, marginada, necesitada por tanto de sustento material, pertenece al grupo de los pobres de Yavé; es una mujer religiosa, vive una profunda comunión con Dios. Pero su religiosidad no se limita al ámbito de lo íntimo e individual. Dice Lucas que tenía el don de profecía, algo no común en Israel para las mujeres. Dios le había concedido ese don. El profeta es quien habla en nombre de Dios, y ahora eso es también para la mujer. Su condición de mujer religiosa le permitió reconocer en el niño Jesús al Mesías y su condición de profeta la llevó a compartir esta alegría (otro tema lucano fundamental).
El descubrimiento no viene de un modo repentino, mágico. La mujer había preparado su alma y su corazón desde hacía muchos años. Su religiosidad no era improvisada. Por lo tanto su predicación se apoyaba en una experiencia de vida religiosa profunda. Pero hay algo más. Lucas quiere demostrar que el descubrimiento de Jesús como Mesías no depende de haber estado en contacto con el Templo, ni con la religión, sino directamente con Dios. La mujer servía en el Templo, y también lo hacían los sacerdotes. Sin embargo, estos últimos no reconocen esta presencia de Jesús liberador. Es desde una experiencia con el Dios Vivo desde donde se puede reconocer al Mesías, y no desde la estructura religiosa o del Templo. Esta experiencia directa con Dios abre el corazón a la novedad de lo que el mismo Dios quiera manifestar en cada tiempo. Y éste es otro mensaje de esta Palabra. Quienes viven una profunda comunión, una real comunión con el Dios de la Vida, pueden descubrir lo que Dios está haciendo en la historia. Por el contrario, quienes están atados a las estructuras, a la religión como sistema cerrado... no podrán ver lo nuevo de Dios, querrán mantener aquello que le da sentido a su existir: el sistema en cuanto tal (servicio bíblico latinoamericano).
En este “belén” que la liturgia nos va presentando durante el tiempo de Navidad, hoy le toca el turno a la “figurita” de Ana. La imagino como una anciana arrugada, parecida a algunas de las ancianas que también hoy están siempre en nuestros templos, como si fueran velas encendidas que se consumen lentamente ante el Señor. Ana, además de ser vieja, era viuda; es decir, pertenecía, junto con los huérfanos, a la categoría de los más pobres del pueblo, de los que no cuentan. ¿Qué sucede cuando se “encuentra” con el Niño? El evangelio de Lucas va describiendo las respuestas de los distintos personajes. Los pastores, por ejemplo, pasaron por diversas etapas: temor, alegría, anuncio. Pues bien, la vieja Ana reacciona de dos maneras: dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Merece la pena que nos entretengamos en estas dos actitudes y en otra previa: la actitud de paciente espera.
Ana, en primer lugar, es una mujer que, como los pobres de Yahvé, sabe esperar activamente: No se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. ¿No os parece que a menudo deseamos encontrarnos con Jesús sin apartarnos ... de nuestros intereses, sin purificar nuestras expectativas en una oración confiada? Es muy fácil decir “Yo no veo a Jesús por ninguna parte”, cuando esas partes en las que no lo vemos son el territorio diminuto de nuestro pequeño mundo de intereses, preocupaciones. La oración paciente, día y noche, es como un colirio que limpia nuestros ojos para ver al Niño donde muchos sólo ven a un bebé como otro cualquiera.
Cuando Ana lo reconoce, da gracias a Dios. Todo regalo libera nuestra capacidad de agradecimiento. Hoy es uno de esos días en los que también nosotros podemos dar gracias a Dios por todos los signos visibles de su amor, por todos los Cristos que ha ido colocando en el camino de nuestra vida. Nuestra fe de hoy es, en buena medida, el fruto de estos regalos.
Ana, finalmente, habla del Niño. Lucas siempre acentúa este aspecto confesante de sus personajes. A mí no me gusta nada el testimonio cuando se convierte en una especie de “género literario”. Muchos “testimonios” son emocionantes, pero según los gustos, a algunos pueden parecer casi siempre hinchados y huecos. Hablar del niño significa, sobre todo, hacer visible el gozo, la esperanza, el coraje, que todo encuentro con Jesús produce en el entramado de la vida cotidiana (Gonzalo Fernández).
El día de ayer comentábamos la gran importancia que tienen los himnos litúrgicos en el evangelio de Lucas, y subrayamos dicha importancia en razón de los contenidos teológicos de los himnos. Sin embargo, tendríamos que añadir algo más, a fin de ver la importancia del texto bíblico de hoy. El evangelista Lucas no pone los grandes contenidos teológicos del evangelio de la infancia en boca de teólogos notables, ni en labios de los sumos sacerdotes, o de los levitas y sacerdotes del templo, o de los escribas y doctores de la Ley, o de los fariseos o saduceos, etc. No. Los mayores contenidos teológicos del evangelio lucano -excepto en el caso de Zacarías- están en boca de la gente más humilde y sencilla (Isabel, María, Simeón, Ana, los pastores...); tres de estas personas son mujeres -consideradas impuras y menores de edad, a quienes no se les podía enseñar la ley, ni tampoco enseñar a leer, y quienes no eran sujetos aptos para testimoniar la verdad ante ningún tribunal. Pues bien, personas de esta clase son las que rodean a Jesús en el momento de su aparición en la tierra. Las grandes verdades teológicas no salen del Templo, ni llevan la aprobación del Sumo Sacerdote, ni de los sacerdotes o levitas de turno, ni de los doctores de la ley. Ellas se viven y se pronuncian en el ámbito profano del pueblo simple y sencillo, en el ambiente de la impureza femenina, en boca de gente estéril y por lo mismo considerada maldita, en labios de ancianos y de viudas envejecidas, considerados estorbo y desecho de la sociedad.
Este es el contexto en el que hay que leer el evangelio del día de hoy. La protagonista es una anciana muy mayor. Sumémosle a los años que tenía cuando se casó, los siete que vivió casada y sus ochenta y cuatro de viuda, y nos haremos la imagen de una mujer ya más que centenaria. Sin embargo, Lucas la llama "profetisa", es decir, reveladora de la voluntad de Dios, pese a su condición de inferioridad social, por ser mujer, viuda y anciana. Su mirada espiritual era más fuerte que sus ojos apagados de mujer y anciana centenaria. Ella "les hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel". Anciana y todo, era evangelizadora, tenía viva la mirada para conocer a quienes aún esperaban algo, y estaba claramente definida por la necesidad de un cambio social: les hablaba a quienes aguardaban la "liberación" de Israel. Y cuando un judío hablaba de "liberación" tenía clavada en el alma la memoria del éxodo de Egipto. Saber envejecer con el alma joven, no sólo pensando en que es posible un cambio social en justicia, sino también anunciándolo y promoviéndolo, es la forma que el Evangelio nos propone de llegar a ser mayores sin convertirnos en viejos, de darle al cambio social la madurez de la experiencia, y de ser revolucionarios sin los espejismos y superficialidades de los años inmaduros (Josep Rius-Camps).
Padre nuestro, concédenos en estos días que al contemplar tantas veces a Jesús, tu Hijo, sobre unas pajas, claudique la dureza de nuestra insolidaridad y nos llenemos de luz. Ponderemos hoy cómo es en la vida palpitante y dura donde aprendemos los hombres a saborear el don del amor y de la libertad. Venturosa libertad la de quien cultiva ese don en el jardín de la bondad, de la justicia, del amor, de la confianza, como hijo en su hogar amado. Nadie es tan libre como el hijo amado en su hogar, y nadie tan enclaustrado como el hijo privado de amor o ciego a su luz. Nosotros, como hijos amados, celebramos en la fe y en la liturgia la inmensa libertad y amor del Hijo de Dios que se hace para nosotros camino, verdad y vida, revistiendo la condición de Niño mecido sobre unas pajas por el amor de su Madre.Viendo en la debilidad a la Omnipotencia, animémonos a servir y a vivir en libertad, con profunda alegría y fe, aunque el cuerpo nos haga flaquear no pocas veces. Quien libremente ha venido a nosotros por amor, en ese amor nos espera.
Como que resumiendo todo el período de la infancia de Jesús, se nos dice que Él estaba “sometido” a sus padres y que “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2,51-52). Durante la mayor parte de su vida, Jesús compartió la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad (cf Catecismo 531). No siempre recordamos esto, pero lo que más distinguió a Jesús fue su vida familiar. En cambio, a menudo consideramos sólo su vida pública. Si Jesucristo nos ha redimido tanto con su vida oculta de Nazaret como con sus escasos tres años de predicador itinerante, entonces, los 30 años que pasaba detrás del portal de la casa sencilla de Nazaret no fueron menos fecundos. Lo manifiesta también la frase del Evangelio: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.” Ciertamente, el propósito común de María y José fue el de proporcionar una esmerada educación a Jesús y Él la asimiló con la actitud más confiada, diligente y sumisa que jamás ha tenido un hijo. María y José vieron cómo su inteligencia y su voluntad humanas se iban despertando, desarrollando y fortificando. Por otro lado, no sólo habrán buscado trasmitirle un gran número de conocimientos acerca de las costumbres y tradiciones del pueblo judío, sino sobre todo el mundo de valores y de ideales que los animaba, donde Dios lo era todo. Así habrán compartido muchas veces los mismos sentimientos, afectos e intereses.
Es esa la mayor riqueza que la vida en familia encierra. Sorprende, con qué eficacia se va trasmitiendo, casi irradiando hacia los demás. Quizá por eso la profetiza Ana se sintió atraída hacia esta familia. Es hermoso pensar que la Virgen María en persona le habrá contado a San Lucas todos estos detalles acerca de la niñez de Jesús. ¿Quién más lo podría haber hecho?
La alegría del nacimiento de Cristo tiene que ser una noticia de salvación para todos los que se encuentran prisioneros por el pecado, la desesperación, la angustia, el temor y el miedo. De la misma manera que Ana, la profetisa, comenzó a hablar de Jesús, nosotros también debemos compartir con los demás la alegre noticia de que Jesús es una realidad en nuestra vida y en nuestro mundo; que él es la única oportunidad que tiene el hombre para ser feliz, pues sólo en él están la Vida, la paz y la perfecta armonía interior. No podemos quedarnos con esta noticia sólo para nosotros; quien ha conocido a Jesús, debe anunciarlo a los demás. Tú y yo somos los nuevos profetas de Cristo, no tengamos miedo ni vergüenza de hablar de Jesús a nuestros amigos y compañeros (Juan Pablo Menéndez).
Como que resumiendo todo el período de la infancia de Jesús, se nos dice que Él estaba “sometido” a sus padres y que “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2,51-52). Durante la mayor parte de su vida, Jesús compartió la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad (cf. Catecismo de la Iglesia Cátolica, n. 531). No siempre recordamos esto, pero lo que más distinguió a Jesús fue su vida familiar. En cambio, a menudo consideramos sólo su vida pública.
Si Jesucristo nos ha redimido tanto con su vida oculta de Nazaret como con sus escasos tres años de predicador itinerante, entonces, los 30 años que pasaba detrás del portal de la casa sencilla de Nazaret no fueron menos fecundos. Lo manifiesta también la frase del Evangelio: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.”
Ciertamente, el propósito común de María y José fue el de proporcionar una esmerada educación a Jesús y Él la asimiló con la actitud más confiada, diligente y sumisa que jamás ha tenido un hijo. María y José vieron cómo su inteligencia y su voluntad humanas se iban despertando, desarrollando y fortificando. Por otro lado, no sólo habrán buscado trasmitirle un gran número de conocimientos acerca de las costumbres y tradiciones del pueblo judío, sino sobre todo el mundo de valores y de ideales que los animaba, donde Dios lo era todo. Así habrán compartido muchas veces los mismos sentimientos, afectos e intereses.
Es esa la mayor riqueza que la vida en familia encierra. Sorprende, con qué eficacia se va trasmitiendo, casi irradiando hacia los demás. Quizá por eso la profetiza Ana se sintió atraída hacia esta familia. Es hermoso pensar que la Virgen María en persona le habrá contado a San Lucas todos estos detalles acerca de la niñez de Jesús. ¿Quién más lo podría haber hecho? (José Rodrigo Escorza).
La historia de la Encarnación se abre con estas palabras: No temas, María (Lucas 1,30). Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David, no temas (Mateo 1,20). A los pastores les repetirá de nuevo el Ángel: No tengáis miedo (Lucas 2,10). Más tarde, cuando atravesaba el pequeño mar de Galilea ya acompañado por sus discípulos, se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las olas cubrían la barca (Mateo 8,24) mientras el Señor dormía rendido por el cansancio. Los discípulos lo despertaron diciendo: ¡Maestro, que perecemos! Jesús les respondió: ¿Porqué teméis, hombres de poca fe? (Mateo 8,25-26). ¡Qué poca fe también la nuestra cuando dudamos porque arrecia la tempestad! Nos dejamos impresionar demasiado por las circunstancias: enfermedad, trabajo, reveses de fortuna, contradicciones del ambiente. Olvidamos que Jesucristo es, siempre, nuestra seguridad. Debemos aumentar nuestra confianza en Él y poner los medios humanos que están a nuestro alcance. Jesús no se olvida de nosotros: “nunca falló a sus amigos” (Santa Teresa, Vida), nunca.
Dios nunca llega tarde para socorrer a sus hijos; siempre llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. La plena confianza en Dios, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad en todas las circunstancias. “Si no le dejas, Él no te dejará” (J. Escrivá, Camino). Y nosotros le decimos que no queremos dejarle. “Cuando imaginamos que todos se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Salmos 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio. En cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente” (J. Escrivá, Amigos de Dios) Esta es la medicina para barrer, de nuestras vidas, miedos, tensiones y ansiedades.
En toda nuestra vida, en lo humano y en lo sobrenatural, nuestro “descanso” nuestra seguridad, no tiene otro fundamento firme que nuestra filiación divina. Esta realidad es tan profunda que afecta al mismo hombre, hasta tal punto de que Santo Tomás afirma que por ella el hombre es constituido en un nuevo ser (Suma Teológica). Dios es un Padre que está pendiente de cada uno de nosotros y ha puesto un Ángel para que nos guarde en todos los caminos. En la tribulación acudamos siempre al Sagrario, y no perderemos la serenidad. Nuestra Madre nos enseñará a comportarnos como hijos de Dios; también en las circunstancias más adversas (Francisco Fernández Carvajal). Llucià Pou Sabaté

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