domingo, 15 de noviembre de 2009

Martes de la 32ª semana. La gente insensata pensaba que morían, pero ellos están en paz. Dios nos protege y estamos en sus manos

 

 

Libro de la Sabiduría 2,23-3,9. Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo, y los de su partido pasarán por ella. En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios, y no los tocará el tormento. La gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia, y su partida de entre nosotros como una destrucción; pero ellos están en paz. La gente pensaba que cumplían una pena, pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad; sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores, porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de si; los probó como oro en crisol, los recibió como sacrificio de holocausto; a la hora de la cuenta resplandecerán como chispas que prenden por un cañaveral; gobernarán naciones, someterán pueblos, y el Señor reinará sobre ellos eternamente. Los que confían en él comprenderán la verdad, los fieles a su amor seguirán a su lado; porque quiere a sus devotos, se apiada de ellos y mira por sus elegidos.

 

Salmo 33,2-3.16-17.18-19. R. Bendigo al Señor en todo momento.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloria en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria.

Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos.

 

Evangelio según san Lucas 17,7-10. En aquel tiempo, dijo el Señor: -«Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa"? ¿No le diréis: "Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú"? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: "Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer."

 

Comentario: 1.- Sb 2,23-3,9. Uno de los aspectos en que el libro de la Sabiduría supone un progreso en relación con el resto del AT es su visión sobre la vida futura. El interrogante de la vida y de la muerte preocupa a todos. Antes que nada, aquí se dice que Dios sólo creó la vida, "creó al hombre incorruptible, le hizo imagen de su misma naturaleza". El mal, el pecado y, como consecuencia, la muerte, entró después, "por envidia del diablo", como dice el autor. Pero, sea cual sea el origen de la muerte, lo que es más importante es el más allá después de la misma. Los justos están destinados a la vida: "la gente insensata pensaba que morían, pero ellos están en paz; la gente pensaba que eran castigados, pero ellos esperaban seguros la inmortalidad".

Esta perspectiva es la que da sentido a nuestra vida y la que nos llena de esperanza. La muerte no es una pared con la que chocamos al final de la carrera. Con ojos humanos, es un misterio sin sentido, un fatalismo sin esperanza. Pero ya desde estas últimas páginas del AT se nos orienta hacia una visión luminosa del más allá. Los justos vivirán en Dios, en el amor, en la felicidad. Que antes hayan tenido que pasar por tribulaciones y pruebas, pierde importancia ante la intensidad de lo que les espera: "sufrieron un poco, pero recibirán grandes favores". Dios los ha probado como se prueba el oro en un crisol "y los halló dignos de sí''. La sabiduría humana se contenta con la perspectiva de aquí abajo. Y, por tanto, la muerte la considera la desgracia total: "la gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia". Pero no es así, en los planes de Dios. Nosotros, con mayores razones que el autor del AT, sabemos que estamos destinados a compartir con Cristo su existencia gloriosa: "los que en él confían, conocerán la verdad y los fieles permanecerán con él en el amor". En el año litúrgico, para celebrar el recuerdo de los Santos, no elegimos el día en que nacieron: su auténtico "dies natalis" es el día en que murieron, su verdadero nacimiento a la vida definitiva.

El autor escribe sin duda durante la persecución que el pueblo sufrió de parte de Ptolomeo Latiro (88-80 antes de Jesucristo). Los judíos, por sus usos y costumbres, su anticonformismo y su repulsa en colaborar con la sociedad política de la época, irritan a los paganos que quieren acabar con un pueblo tan rebelde. Conviene, pues, revelar a los miembros del pueblo elegido la significación del proceso del que son objeto.

a) La idea de retribución terrestre, que animaba todavía a los círculos piadosos a los cuales el autor se dirige, no respondían ya apenas a las nuevas condiciones que habían surgido a raíz de la persecución. ¿Cómo un justo, fiel a Dios, puede ver su vida cortada por la sola voluntad de los hombres? Una doctrina así no podía apagar la inquietud de los fieles que eran conducidos prematuramente a la muerte. Por eso el autor propone una doctrina nueva, inspirada en el helenismo, según la cual el alma subsiste después de la muerte. Tal visión no pertenece a la revelación bíblica anterior, tiene inclusive aires de dicotomía y encratismo que un judío no podía admitir, pero permite al autor explicar que la muerte no es un final, sino una intervención del diablo (v 24) que no ensombrece para nada el plan de Dios (v 23). Por tanto no hay por qué inquietarse: no se acaba todo con la muerte y aquel que con todo derecho busca la retribución de sus méritos debe mirar hacia Dios (v 9) para que El le recompense después de la muerte (vv 1-4). Por consiguiente, todo cambia si la muerte tiene un más allá: los justos disfrutarán de la retribución que esperaron y los perseguidores se encontrarán delante de sus víctimas que se habrán convertido en sus jueces (vv 7-9).

b) El fiel puede, pues, ir a la muerte con confianza y ponerse en las manos de Dios. De esta manera la muerte queda vencida por la misma actitud con que se toma y que es un medio para afirmar el carácter incorruptible del alma (v 23) y la voluntad del hombre de triunfar sobre Satanás, su autor (v 24). Esta actitud es también una actitud sacrificial (vv 5-6) en la medida en que transforma la muerte en un paso hacia Dios y permite convertirla en un acto libre y voluntario (Maertens-Frisque).

El autor escribe su libro en una época en la cual el poder de los Ptolomeos, reinante en Alejandría, persigue a los judíos. Por sus particulares costumbres de vida, por su no-conformismo y su rechazo a colaborar con la religión oficial, los judíos irritan a los paganos y éstos buscan el modo de suprimir una secta tan contestataria. El autor del Libro de la Sabiduría trata de revelar al pueblo elegido la significación del proceso de que son objeto.

-Dios creó al hombre para una existencia imperecedera, le hizo imagen de su misma naturaleza. La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo. Admirable expresión, con conceptos griegos de tipo abstracto, de una verdad tradicional de toda la Biblia; recordemos el relato concreto del Génesis que dice lo mismo. Dios creó al hombre para la vida, para la "¡existencia!", ¡para «existir»! Pues Dios «en Sí-Mismo» es el gran viviente, el gran Existente. Y el hombre participa de esa realidad de Dios, es "imagen de Dios". ¡La muerte no es normal! es un incidente de tránsito. Y el autor se atreve a escribir que no es Dios quien ha previsto y querido la muerte. Para aceptar estas Palabras hay que admitir que "la vida humana no se destruye, sino que se transforma" por ese momento que llamamos "la muerte". Ayúdanos, Señor, a creer. Nuestros difuntos están en una "existencia imperecedera".

-La vida de los justos está en la mano de Dios. Ningún tormento puede alcanzarles. No hay que tratar de imaginar esas cosas. Hay que recibirlas sencillamente tal como se nos dicen. A los ojos de los insensatos pareció que habían muerto, su partida de este mundo se tuvo como una desgracia, se los creía destruidos, pero ellos están en la paz. Aunque a los ojos de los hombres hayan sufrido castigo por su esperanza poseen ya la inmortalidad. Las palabras elegidas son las más idóneas, las más ajustadas. No se trata de "muertos", sino de "vivos": han partido, nos han dejado... Humanamente hablando es una desgracia, es como un aniquilamiento. Y así es. Sin embargo, «están en la paz», "tienen ya la inmortalidad". El evangelio no hallará nada más hermoso para decir esas cosas. Hay que repetirlas. Orar con esas fórmulas admirables. a la vez ¡tan modestas, tan humanas y tan serenas!

-Por una corta corrección recibirán largos beneficios, pues Dios los sometió a prueba y los halló dignos de El. Se comprende que los mártires, los perseguidos, puedan hallar en esta certeza, un estímulo para su modo de morir.

-Como un sacrificio ofrecido sin reserva, los «acogió»... El cristiano puede pues ir a la muerte con confianza y remitirse a Dios. La muerte es un «pasaje hacia Dios». La muerte no es un caer en el vacío, en la nada, se nos «acoge»... Y podemos hacer de la muerte un acto libre y voluntario, una ofrenda, un sacrificio, un don de sí a Dios. Si nuestra fe en esas Palabras divinas fuese muy viva no tendríamos miedo alguno. No acaba todo con la muerte. Todo empieza. Todo continúa. En el fondo se trata de que, durante nuestra vida, vivamos ya en estado de ofrenda y de sacrificio a Dios. En este caso, la muerte es la consagración de la vida (Noel Quesson).

Inconscientemente proyectamos nuestras categorías mentales sobre escritos de otras épocas y mentalidades. El uso que la liturgia de difuntos ha hecho de este pasaje y el filtro de nuestra visión dualista del hombre han contribuido a fijar una concepción alienante de la salvación prometida por Dios a los justos, concepción que podría resumirse en la frase: los padecimientos y las injusticias sufridos estoicamente en esta vida serán recompensados en la otra. Basta cambiar la concepción estática (alma) por la dinámica (vida) -única que da razón del texto en el ambiente judeo-alejandrino- para que nuestro texto se convierta en profecía: «La vida (¡el alma!) de los justos está en manos de Dios y no los tocará el tormento. La gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia..., pero ellos están en paz» (vv 1-3). Y es que los justos viven plenamente la esperanza de la inmortalidad, gracias a que el Justo por excelencia, Jesús el Mesías, ha triunfado de la muerte que le infligió la sociedad opresora de su tiempo. El Padre tuvo en cuenta su compromiso en favor de los más débiles y oprimidos y lo resucitó de entre los muertos mediante el Espíritu vivificador. El Espíritu de la sabiduría lo había ungido Rey y Mesías, confiriéndole la fuerza para anunciar el comienzo decisivo del reinado de Dios entre los hombres. En la cruz asumió, de una vez para siempre, la realeza que Dios, de mala gana, había cedido a Israel en tiempos de Samuel: Jesús de Nazaret, Rey de los judíos. Es la «hora de la visita», el momento propicio en que Dios visita a su pueblo resucitando a Jesús y a muchos de los justos que habían muerto (Mt 27,52), como señal de una nueva y definitiva intervención de Dios en la historia: «A la hora de la cuenta resplandecerán como chispas que prenden en un cañaveral; gobernarán naciones, someterán pueblos, y el Señor reinará sobre ellos eternamente» (vv 7-8).

Todos los cristianos somos reyes. La experiencia personal del Espíritu que nos hace sentirnos hijos de Dios y gritar ¡Abba, Padre! es garantía inequívoca de la nueva vida que la presencia de Jesús hace brotar en medio de la comunidad. Aparentemente acorralada por una sociedad que todo lo cifra en el dinero, la eficacia y el triunfo personal, la comunidad cristiana aprende ya a vivir una vida inmortal (Rius Camps).

Dios nos creó para que fuéramos inmortales. Tenemos la esperanza cierta de llegar a donde ha llegado Cristo, nuestra Cabeza y principio. Él nos invita a tomar nuestra cruz de cada día y a seguirlo, para que donde Él está estemos también nosotros. Vamos de camino hacia la eternidad. Ojalá y no perdamos de vista esta vocación a la que hemos sido llamados. Imitemos a San Pablo en su lanzarse en la carrera para alcanzar la corona de la victoria de la que, junto con Cristo, somos coherederos. Cierto que seremos blanco de muchas tentaciones, persecuciones y tribulaciones, que hemos de padecer por haber depositado nuestra fe en Cristo. Sin embargo, no hemos de temer la muerte, pues nuestra vida está en manos de Dios; y si le permanecemos fieles, aun cuando tengamos que pasar por la muerte, no pereceremos como los animales, sino que será nuestra la vida eterna, que Dios ha reservado para quienes le viven fieles.

 

2. Sal. 33. Este salmo fue redactado con ocasión de una circunstancia que se menciona en el título. Aquí David, I. Alaba a Dios por la experiencia que él y otros habían tenido de su bondad (vv 1-6). II. Anima a todas las personas piadosas a confiar en Dios (vv 7-10). III. Nos da un buen consejo a todos los lectores: que tomemos conciencia de nuestros deberes para con Dios y para con los hombres (vv 11-14). IV. Para dar mayor fuerza a este consejo, pone delante de nosotros el bien y el mal, la bendición y la maldición (vv 15-22).

Se alude a la persecución que David sufrió por parte de Saúl. En esta ocasión, David huyó de Judá y fue a refugiarse en Gat, donde se puso al servicio del rey Aquís, llamado aquí Abimélec por ser el título común de los reyes de aquel país, lo mismo que Agag de los amalecitas, y Faraón de los egipcios (v 1 S. 21:11-16). En el mismo título se nos dice que David cambió su juicio (lit. -o: su conducta), esto es, se fingió loco, por lo que Aquís lo echó, y él se fue.

-Comienza David el salmo prorrumpiendo en alabanzas a Dios (vv 1, 2): «Bendeciré a Yahweh en todo tiempo, en cualquier ocasión, próspera o adversa; su alabanza estará de continuo en mi boca.» Esa alabanza le sale del corazón, gloriándose de la relación que le une a Dios, de su interés en él y de lo que espera de él: «En Yahweh se gloriará mi alma.»

Convoca a otros a que se unan a él en las alabanzas a Dios, por la experiencia que él tiene de la bondad de Yahweh (v. 2b): «Lo oirán los humildes y se alegrarán.» No podemos hacer a Dios más grande de lo que es, pero si le adoramos como al infinitamente grande, Él se agrada en tener en cuenta el engrandecimiento que le tributamos; y esto lo hemos de hacer también comunitariamente, porque las alabanzas de Dios suenan mejor en concierto. «Engrandeced a Yahweh conmigo, etc.» —dice David (v. 3).

-Pone David delante de todos el bien y el mal, la bendición y la maldición (vv. 15-22, a cualquier grito de dolor ante un peligro inminente o por haber sufrido algún accidente (vv 17 y 18). Dios ha prometido librar a los justos de todas sus angustias (vv. 17, 19) y los salvará (v. 18), de forma que, aunque permita que se hallen en aprieto, no sufrirá que se arruinen, sino que los rescatará (v. 22) de su aflicción.

Dios, cuando nos vio caídos y dominados por la maldad, no nos abandonó a la muerte, sino que, lleno de amor y de compasión por nosotros, nos envió a su propio Hijo para que, hecho uno de nosotros, nos rescatara del pecado y de la muerte y nos hiciera hijos de Dios para llevarnos, junto con Él, a la participación de la Gloria del Padre. Dios sabe que somos pecadores y que nadie puede permanecer de pie en su presencia; pues si hasta en los ángeles encontró maldad, qué será de nosotros, humanos, entre quienes hasta el justo peca siete veces al día. Pero Dios, que nos creó por amor, no se ha arrepentido de habernos llamado a la vida y está a nuestro lado para librarnos de la mano de nuestros enemigos, para cuidar de nosotros y conducirnos al gozo eterno de su Reino celestial. ¿Cómo no dar testimonio del amor que Dios nos ha tenido? Por eso hemos de hacer nuestra la orden de Cristo: Vuelve a tu casa, junto a los tuyos, y cuéntales todo lo que el Señor te ha hecho y cómo tuvo misericordia de ti.

 

3.- Lc 17, 7-10 (ver domingo 27C). a) El pasaje de hoy es un poco extraño: parece como si Jesús defendiera una actitud tiránica del amo con su empleado. Cuando éste vuelve del trabajo del campo, todavía le exige que le prepare y le sirva la cena. Jesús no está hablando aquí de las relaciones laborales ni alabando un trato caprichoso. Lo que le interesa subrayar es la actitud de sus discípulos ante Dios, que no tiene que ser como la de los fariseos, que parecen exigir el premio, sino la humildad de los que, después de haber trabajado, no se dan importancia y son capaces de decir: "somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer".

b) Tenemos que servir a Dios, no con el propósito de hacer valer luego unos derechos adquiridos, sino con amor gratuito de hijos. Y lo que decimos en nuestra relación con Dios, también se podría aplicar a nuestro trabajo comunitario, eclesial o familiar. Si hacemos el bien, que no sea llevando cuenta de lo que hacemos, ni pasando factura, ni pregonando nuestros méritos. Que no recordemos continuamente a la familia o a la comunidad todo lo que hacemos por ella y los esfuerzos que nos cuesta. Sino gratuitamente, como lo hacen los padres en su entrega total a su familia. Como lo hacen los verdaderos amigos, que no llevan contabilidad de los favores hechos. Con la reacción que describe Jesús: "hemos hecho lo que teníamos que hacer: somos unos pobres siervos". ¡Cuántas veces nos ha enseñado Jesús que trabajemos gratuitamente, por amor! Eso sí, seguros de que Dios no se dejará ganar en generosidad: "alegraos y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo" (Lc 6,23), "porque con la medida con que midáis se os medirá" (Lc 6,38). Si al final de la jornada nos sentimos cansados por el trabajo realizado, seguro que también estaremos satisfechos, porque nada produce más alegría que lo que se ha logrado con sacrificio. Pero sin darnos importancia ni ir diciendo a todo el mundo lo cansados que estamos. Entre otras cosas, porque también los otros trabajan. Y además, si hemos recibido gratis de Dios, es justo que demos gratis, sin quejarnos demasiado si nadie nos alaba ni nos aplaude. Dios seguro que sí nos está aplaudiendo, si hemos dado con amor (J. Aldazábal).

A partir del cap. 14, el evangelista pone a sus lectores en guardia contra los fariseos y los ricos, especialmente. De igual modo, solicita su atención para con los débiles y los pobres. Es muy posible que la parábola del siervo inútil (vv 7-10) haya sido pronunciada por Jesús para censurar duramente a los fariseos, que creen tener derechos sobre Dios. Lucas hace creer que esta parábola va dirigida a los apóstoles (v 5), para invitarlos a la modestia. Pero la relación apóstoles-siervo inútil es bastante deficiente, ya que ningún apóstol se hallaba en la situación descrita en el v 7 ("¡Quién de vosotros...?").

a) Las relaciones amo-esclavo designan a menudo, en los Evangelios, las existentes entre Dios y sus siervos, entre los escribas y los fariseos (Mt 25, 14-30). Dios es presentado como un amo exigente, que se preocupa muy poco de los sufrimientos o aspiraciones de su esclavo. Pero la parábola subraya, sobre todo, que los fariseos -esos creyentes que pesan sus méritos e intentan hacer valer sus derechos sobre Dios- son, en realidad, ante El, unos pobres siervos totalmente incapaces de hacer algo meritorio. La parábola opone la fe pura e ingenua (v 6) de los pobres e ignorantes al cálculo sobre sus propios méritos y a la confianza en sí mismo de los fariseos y de los ricos: la actitud de confianza incondicional en el señor, a las protestas bajo cuerda de los que sitúan la religión en el plano de los méritos y del derecho a la recompensa (cf Mt 20,13).

b) Colocada en otro contexto donde Jesús llama la atención, esta vez, a los apóstoles (v 5), esta parábola considera su ministerio como inútil (v 10). Nos equivocaríamos si creyéramos que es esa la intención de Jesús. Dios necesita a los hombres, y Cristo tiene necesidad de su Iglesia. En realidad, la expresión contenida en este versículo apunta a lo que hay de fariseo y autoritario en el corazón de cada uno, cuando el hombre se atribuye a sí los méritos de una acción que sin Dios le sería imposible realizar: cuando el hombre considera las ventajas y los privilegios de la misión que desempeña como otros tantos derechos a la vida eterna y cuando se glorifica a sí mismo en vez de "glorificarse en el Señor" (1 Cor 9,16; 1,31; 2 Cor 10,17; Fil 3,3; Gál 6,14: Maertens-Frisque).

-Jesús decía: «Cuando un criado vuestro, labrador o pastor, vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dirá: "Ven enseguida a la mesa?" No, más bien le decís: «Prepárame de cenar, ponte el delantal y sírveme mientras yo como y bebo. Después comerás y beberás tú.» En primer lugar, dejemos que esa situación nos escandalice. ¡Es algo casi insostenible! En tiempo de Jesús, esa exigencia y esa dureza debían de ser bastante corrientes... puesto que ninguno de los oyentes parece protestar del: «quién de vosotros...?» Pero, no seamos fariseos: en nuestro tiempo, ¿no existen en absoluto, situaciones equivalentes... y yo, guardada toda proporción, no tengo con los demás algunas exigencias de ese tipo? Jesús no justifica esa situación. Hay muchos otros pasajes del evangelio que nos prueban que Jesús está a favor del espíritu de servicio. Pero se sirve de esa comparación para exponernos una idea importante.

-¿Se tendrá que estar agradecido al criado porque ha hecho lo que se le ha mandado? Pues sí, Señor habría que estarlo. Pero tu intención, Señor, a partir de esa paradoja es decirnos una idea absolutamente esencial. Así también vosotros. Cuando hayáis hecho todo lo que Dios os ha mandado... De modo que es aquí a donde querías llegar. En ese relato, no se trata de una lección sobre las relaciones sociales, sino una lección sobre las relaciones con Dios. «Hacer todo lo que Dios ha mandado». En la mente de Jesús es constante ese pensamiento, Dios es su referencia constante. La imagen que se nos da aquí nos orienta hacia un Dios «amo»: es una imagen muy austera y que sería vano oponerla a tantas otras, en las que Jesús nos habla de Dios como de un «padre» amante y servicial que se desvivirá por sus servidores: «¿Qué hará el dueño de la casa? Yo os lo digo, se pondrá en actitud de servicio, hará que se coloquen a la mesa, y, pasando junto a ellos, los servirá» (Lc 12,37).

Pero aquí Jesús insiste en otra cosa. Hay que aceptar esas aparentes contradicciones. Acepto, Señor, situarme ante ti como un humilde «servidor», atento a satisfacer fielmente los deseos de su amo. Siguiendo el ejemplo de la Virgen y de tantos santos, hacerse el servidor, la servidora de Dios. ¡Dios primer servido! ¡Dios, primero en ser obedecido! Decid: «Somos servidores inútiles, hemos hecho lo que debíamos hacer.» Finalmente, esa es la lección esencial: los hombres no tienen ningún derecho a hacer valer ante Dios. Se sabe que los fariseos ¡habían acabado por persuadirse que a fuerza de buenas obras, adquirían unos derechos sobre Dios, por sus propios méritos! Una parte de la argumentación de San Pablo en la Epístola a los Romanos iba destinada a destruir esa arrogancia. Era lo que ya decía Jesús, sin grandes argumentos teológicos: no os gloriéis de vuestras obras ante Dios... Cuando habéis hecho lo que Dios manda, decíos, ¡que sólo habéis hecho lo que debíais!

Santa Teresa de Lisieux había comprendido muy bien esa lección capital cuando decía que se presentaría ante Dios con «las manos vacías». Nadie termina nunca su «servicio». Nunca se ha hecho lo suficiente. Obrar ante Dios gratuitamente: sin esperar recompensa. Concédenos, Señor, estar a tu servicio desinteresadamente (Noel Quesson).

Dice un dicho popular: "Nadie es necesario, pero todos podemos ser útiles". Este refrán reúne, de alguna manera, la misma enseñanza del evangelio. Muchas personas consideran que su servicio o ministerio es indispensable para su comunidad. Que sin ellos su Iglesia no sería nada. Pero, pensando así se equivocan. El único indispensable es el Señor, mientras él no falte, se tiene todo. La enseñanza que en este pasaje nos dirige Jesús nos ayuda a descubrir el verdadero sentido de los ministerios o servicios en la Iglesia. Los ministerios no son una escala jerárquica en que va ascendiendo en importancia y necesidad. Cuanto más alto, más importante y más necesario. Definitivamente no es esto lo que propone el evangelio. Éste nos propone que valoremos nuestro servicio en relación con la misión que el Señor nos ha encomendado y no por los méritos que nosotros le atribuimos. No es nuestro el mérito de la misión que se nos encomienda en la Iglesia. El mérito pertenece sólo al Espíritu de Dios que actúa de forma eficaz y no a nuestra eficiencia empresarial. Cuando una obra sale adelante y comienza a producir frutos de solidaridad, justicia y amor, es el Señor el que allí actúa y no la diligencia de los servidores. El ministro, el servidor, el apóstol y el discípulo deben reconocer que su lugar está entre los hermanos y no usurpando el lugar del Señor y del Maestro. Todos los que prestan algún servicio en la Iglesia deben estar conscientes que ese ministerio no ha sido instituido en orden al crecimiento personal, sino al crecimiento de la comunidad. Por eso, feliz la comunidad que pueda decir el día del juicio: «hemos sido servidores inútiles porque únicamente hemos hecho lo que nos correspondía» (servicio bíblico latinoamericano).

Fijémonos solamente en un detalle y alegrémonos de lo que nos dice. "Dios creó al hombre incorruptible; le hizo a imagen de su naturaleza". Y después agrega que la "muerte" entró por envidia del diablo, y que éste se queda sólo con quienes le siguen como "pecadores", hijos de muerte, pues los "santos, los justos" no morirán. ¿De qué muerte y de qué vida se trata en este libro? De la muerte que acaba para siempre con la "persona", con este "yo" que siente, ama, piensa, espera. La persopna que es "hija y amiga del pecado" va a la muerte; la persona que es "hija de la justicia, de la verdad, de la santidad", va a la eternidad bienaventurada. La visión del libro de la Sabiduría es todavía limitada: según él, solo tendrán vida eterna los justos. Esto es poco. La revelación se enriquecerá y vendrá a decirnos que toda persona está llamada a vivir para siempre... pero Jesús no quiso responder de quiénes se iban a condenar o salvar… hay que confiar y al mismo tiempo luchar…

 

Lc. 17, 7-10. ¿Estamos dispuestos en todo a hacer la voluntad de Dios? Por muchas riquezas, poder y justificación que tengamos, jamás podremos decir que nos hemos igualado a Dios en su perfección. Siempre estaremos a la altura del siervo, dispuesto en todo a hacer la voluntad de su Señor. Y lo que Él espera de nosotros es que estemos siempre dispuestos, como el Buen Pastor, a cuidar de los suyos. No podemos sentarnos a la mesa mientras no lo sirvamos en los hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos y encarcelados. Cuando lo hagamos debemos ser conscientes no sólo de que somos fortalecidos por su Espíritu en nosotros, para dar a nuestros hermanos esas muestras de afecto del amor de Dios, sino que también hemos de ser conscientes de que el mismo amor con que actuamos viene de Dios. Ojalá y pudiésemos decir que lo que realizamos lo hacemos porque tenemos el mismo poder de Dios y, sin Él, al margen de Él, podemos hacer lo mismo que Él hace; esto no es posible. Sin embargo, unidos a Él realizaremos las obras de Dios y trabajaremos conforme a la Gracia recibida. Por eso sólo podremos decir: "No somos más que siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer.

 

Celebramos el Misterio Pascual de Cristo, mediante el cual el Sacrificio del Señor fue aceptado por el Padre Dios como un holocausto agradable. A pesar de que Jesús padeció la muerte, esos momentos fueron breves a comparación de la abundante recompensa recibida. Así se cumplen las palabras de Jesús: Era necesario que el Hijo del Hombre padeciera todo esto para entrar, así, en su Gloria. El Señor, como si fuera el siervo de la casa, nos sienta a su Mesa y parte su pan para nosotros. Al final podrá, satisfecho, decirle a su Padre: Todo está cumplido; en tus manos encomiendo mi Espíritu. Así experimentamos el amor de Dios que, a pesar de nuestras fragilidades, miserias y ofensas, nos sigue amando y contemplando cariñosamente para protegernos como lo hace un padre amoroso con sus hijos.

 

Quienes entramos en comunión de vida con Cristo estamos llamados a comportarnos a la altura del bien que hemos recibido de Dios. Identificados con Cristo por la fe y el bautismo, debemos continuar trabajando para que la salvación llegue a todos. En este aspecto no podemos escatimar esfuerzos. Dios espera de nosotros que seamos esforzados trabajadores de su Reino proclamando la Buena Nueva a todos. Nuestro amor, convertido en un signo del amor de Dios entre nuestros hermanos, debe propagarse como chispas en un cañaveral o en rastrojo. Y esa propagación no sólo se hará mediante palabras que, con erudición expliquen el Evangelio, sino también, y de modo especial, con toda nuestra vida puesta al servicio de todos, preferencialmente a favor de los pobres para socorrerlos, y de los pecadores para ayudarles a encontrar el Camino de salvación, que es Cristo. Con tal de lograr cumplir en nosotros la voluntad de Dios, que nos ha confiado tan noble misión, estemos dispuestos, incluso, a derramar nuestra sangre. Al socorrer a los pobres, al anunciar el Evangelio a los pecadores para que vuelvan a Dios, al asumir con amor todas las consecuencias que por ello nos venga, estamos derramando nuestra sangre por los demás; sangre que se convierte en un holocausto agradable a Dios, asumido por Cristo en el momento de su entrega por nosotros.

 

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la Gracia de hacer en todo su voluntad, sabiendo que ese es el único camino que nos mantiene unidos a Cristo para ser, junto con Él, coherederos de la Gloria del Padre. Amén.

 

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