domingo, 15 de noviembre de 2009

Jueves de la 30ª semana de Tiempo Ordinario. Ninguna criatura podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo

 

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8,31b-39. Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros? ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza.» Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.

 

Salmo 108,21-22.26-27.30-31. R. Sálvame, Señor, por tu bondad.

Tú, Señor, trátame bien, por tu nombre, líbrame con la ternura de tu bondad; que yo soy un pobre desvalido, y llevo dentro el corazón traspasado.

Socórreme, Señor, Dios mío, sálvame por tu bondad. Reconozcan que aquí está tu mano, que eres tú, Señor, quien lo ha hecho.

Yo daré gracias al Señor con voz potente, lo alabaré en medio de la multitud: porque se puso a la derecha del pobre, para salvar su vida de los jueces.

 

Evangelio según san Lucas 13,31-35. En aquella ocasión, se acercaron unos fariseos a decirle: -«Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte.» Él contestó: -«ld a decirle a ese zorro: "Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término." Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa se os quedará vacía. Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: "Bendito el que viene en nombre del Señor."»

 

Comentario: 1.- Rm 8,31-39. Estamos leyendo páginas profundas y consoladoras en extremo. Hoy, Pablo entona un himno triunfal, que pone fin a la primera parte de su carta, un himno al amor que nos tiene Dios. Con un lenguaje lleno de interrogantes retóricos y de respuestas vivas, canta la seguridad que nos da el sabernos amados por Dios: "si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?". No puede condenarnos ni el mismo Jesús, que se entregó por nosotros, ni ninguna de las cosas que nos puedan pasar, por malas que parezcan: ni la persecución ni los peligros ni la muerte ni los ángeles ni criatura alguna "podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús".

Esta confianza fue para Pablo el punto de apoyo en sus momentos difíciles, el motor de su vida, la motivación de su entrega absoluta a la tarea misionera de la evangelización. Se sintió amado por Dios y elegido personalmente por Cristo para una misión. Lo que nos da tanta seguridad no es el amor que nosotros tenemos a Dios: ése es bien débil, y nos lo podrían arrebatar fácilmente esas fuerzas que nombra Pablo. Es el amor que Dios nos tiene: ése sí que es firme, en ése sí que podemos confiar, "el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús". Si tuviéramos esta misma convicción del amor de Dios, nuestra vida tendría sentido mucho más optimista. De tanto decirlo y cantarlo, tal vez no nos lo acabamos de creer: que Dios nos ama, que Cristo está de nuestra parte e intercede por nosotros. Gracias a eso, "vencemos fácilmente por aquél que nos ha amado". Ni siquiera nuestro pecado podrá con el amor que Dios nos tiene. Este texto inspira cantos preciosos, que saborean la serenidad que nos infunde en lo más hondo de nuestro ser esta explosión de euforia de Pablo.

He ahí el final de la primera parte de la Epístola a los Romanos. Después de haber «encerrado» todo el universo en la impotencia, bajo la «cólera de Dios». Después de haber revelado la justificación universal por la gracia y el «amor de Dios». He ahí en conclusión un «grito de victoria», apasionado, vibrante.

-Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? No estamos seguros de nosotros, ¡oh no! Seguimos sin fiarnos de nuestros propios límites, desgraciadamente continuamos pecando... Pero ¡estamos seguros de Dios ¡Estamos seguros del amor de Jesús!

-El que no perdonó ni a su propio Hijo... Antes bien lo entregó por todos nosotros... ¿cómo no nos dará con El todas las cosas? Quiero tratar de contemplar detenidamente ese «don del Hijo». Dios, ¡que ha dado su Hijo por nosotros! Que es lo más querido. Alusión al sacrificio que Abraham había aceptado también (Gn 22,16). Cuidado. Hay que entender bien esta expresión: «entregó» a su Hijo. ¡No tiene aquí el mismo sentido que en la frase: «Judas entregó a Jesús»! Sería inicuo y cruel. Estamos ante el misterio: Dios ama a su Hijo y el Hijo ama a su Padre y ambos están de acuerdo en el Espíritu y el Hijo «se entrega". Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros. Y el Padre acepta ese don total, que la malignidad de los hombres se ingenió en hacer cruel.¿De qué obstáculo no podrá triunfar tal amor?

-¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¡Pues es Dios quien justifica! ¿Quién condenará? Puesto que Jesucristo murió... Más aún, resucitó... Está a la diestra del Padre... Intercede por nosotros... No somos dignos, Señor. Somos muy ingratos contigo. Quisiera amarte más. Quiero contemplar la intercesión que en este instante estás llevando a cabo por mí en el cielo... por nosotros los hombres, ¡por todos! En este mismo instante, Tú, Señor, estás intercediendo por los pecadores, por aquellos que, como yo, cometen el mal. Estás intercediendo por todos los que me están dañando, por todos los que yo no amaría o que detestaría.

-¿Quién podrá separarme del amor de Cristo? A veces, Señor, llego a preguntarme si te amo de veras... Lo cierto, es que yo quisiera amarte, sinceramente. Pero, ¡mis actos cotidianos contradicen tan a menudo este deseo y esta buena voluntad! Esa frase de san Pablo me invita HOY a no pensar ya en el "amor que debería yo tener por Ti"... para pensar, en cambio, en el «amor que Tú tienes por mí». Incluso si llego a abandonarte alguna vez, Señor, sé que Tú no me abandonas nunca. ¿«Quién podrá separarme del amor de Cristo»?

-Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Jesús. Ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el peligro, ni... Es una especie de letanía triunfal en la que san Pablo pone a continuación todos los obstáculos que ha ido encontrando personalmente: nada, nada, nada, puede separarnos de Ti. Guardo unos momentos de silencio para reflexionar en lo que podría yo añadir a esa lista: ¿cuáles son mis pruebas y dificultades desde hace unas semanas, HOY mismo? Trato de repetir a mi vez la certeza: ni... ni... ¡ni... podrán jamás separarme de tu amor, Señor!

-Saldremos vencedores, gracias a Aquel que nos amó. Qué hermosa definición de Jesús: «aquel que nos amó"... Trato de dar a estas palabras un contenido concreto: Tú piensas en mí, Señor... Quieres mi felicidad... Me tiendes la mano cuando caigo... Me comprendes... Das tu vida por mí... Me perdonas... Me amas... (Noel Quesson).

           

2. El salmista reacciona contra estas calumniosas acusaciones, y comienza su defensa exponiendo ante Dios lo que ellos desean. El v. 20 dice literalmente: «Esta (es) la obra (que) mis adversarios (demandan) de Yahweh y los que hablan el mal contra mi alma.»

A continuación, pide a Dios: «Favoréceme en atención a tu nombre» (v. 21) y, más detalladamente, en el v. 26: «Ayúdame, Yahweh Dios mío; sálvame conforme a tu amor misericordioso.» Pide (v. 28): «Maldigan ellos, pero bendice tú.» Si Dios nos bendice, no nos ha de importar que nos maldigan los hombres.

Expone ante Dios su triste situación (vv. 22-25). (A) Está pobre y necesitado, con el corazón herido (v. 22), no por conciencia de pecado, sino por la maldad de sus enemigos. (B) Se siente cerca de la muerte («Me voy»), como la sombra cuando se alarga, y sacudido como la langosta (v. 23), que uno se sacude cuando se le pega al vestido. (C) Se siente sumamente débil (v. 24): Las piernas le flaquean y todo su cuerpo está macilento por falta de aceite, tan importante en la dieta de los orientales. Aun así, es mejor tener un cuerpo macilento por el ayuno si el alma está ganando salud, que estar bien cebados, como Israel, y tener el alma rebelde (Dt. 32:15).

Pide a Dios que sus enemigos sean avergonzados (v. 28), vestidos de ignominia (v. 29), cubiertos de confusión como de un manto (v. 29b), de forma que su insensatez quede a la vista de todos, pues el manto era la vestidura exterior. Si esa confusión les lleva al arrepentimiento, no hay duda de que el salmista se verá satisfecho, pues eso es lo que debemos pedir a Dios con respecto a nuestros enemigos.

Apela a la gloria de Dios y al honor de su nombre, como ya lo había hecho en el v. 21. Allí había dicho: «Líbrame, porque tu amor misericordioso es bueno.» Y esto es lo que quiere alabar (lit. dar gracias) en gran manera con su boca (v. 30), es decir, en voz alta y públicamente. Y añade que tendrá buen motivo para ser agradecido a Dios, pues Dios estaba a su diestra, no para acusarle, sino para protegerle (v. 31) y librarle de los que le juzgaban, es decir, querían que se le condenara a muerte (www.eladorador.com).

Quien se ve perseguido y condenado injustamente, fácilmente reacciona con violencia; y si busca su refugio en Dios no es sólo para que Él lo proteja, sino también para pedirle que le haga justicia de tal forma que el mal que han tramado contra él sus enemigos se vuelva en contra de ellos. Y dará gracias a Dios porque se puso a favor del pobre para salvarle la vida de sus jueces. El Señor Jesús nos ha enseñado a comportarnos de un modo muy diferente. Él nos dice: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen para que sean dignos hijos de su Padre del cielo. Y Él no se quedó en una vana palabrería, sino que, a quienes le persiguieron, condenaron y asesinaron colgándolo de la cruz les perdonó y disculpó ante su Padre Dios diciendo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Sólo cuando nos amemos como hermanos seremos capaces de colaborar en la construcción del Reino de Dios entre nosotros, pues entonces seremos un signo creíble del amor del Señor en medio de nuestros hermanos.

 

3.- Lc 13,31-35. No sabemos si la advertencia que hicieron a Jesús los fariseos era sincera, para que escapara a tiempo del peligro que le acechaba: "márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte". Herodes, el que había encarcelado y dado muerte al Bautista (como antes, su padre Herodes el Grande había mandado matar a los inocentes de Belén cuando nació Jesús), quiere deshacerse de Jesús. Jesús responde con palabras duras, llamando "zorro" al virrey y mostrando que camina libremente hacia Jerusalén a cumplir allí su misión. No morirá a manos de Herodes: no es ése el plan de Dios. La idea de su muerte le entristece, sobre todo por lo que supone de ingratitud por parte de Jerusalén, la capital a la que él tanto quiere. Es entrañable que se compare a sí mismo con la gallina que quiere reunir a sus pollitos bajo las alas.

Jesús aprovecha la amenaza de Herodes para dar sentido a su marcha hacia Jerusalén y a su muerte, que él mismo ha anunciado y que no va a depender de la voluntad de otros, sino que sucederá porque él la acepta, por solidaridad, y además cuando él considere que ha llegado "su hora". Mientras tanto, sigue su camino con decisión y firmeza. El lamento de Jesús -"Jerusalén, Jerusalén"- es parecido al dolor que siente luego Pablo (Rm 9,11) al ver la obstinación del pueblo judío que no ha querido aceptar, al menos en su mayoría, la fe en el Mesías Jesús. El amor de Dios a veces se describe ya en el AT con un lenguaje parecido al de la gallina y sus pollitos: el águila que juega con sus crías y les enseña a volar (Dt 32,11), o el salmista que pide a Dios: "guárdame a la sombra de tus alas" (Ps 17,8), y otras con un lenguaje materno y femenino: "en brazos seréis llevados y sobre las rodillas seréis acariciados, como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré" (Is 66,12-13). ¿Estamos dispuestos a una entrega tan decidida como la de Jesús?; ¿incluso si aquellos por los que nos entregamos se nos vuelven contra nosotros?; ¿tenemos un corazón paterno o materno, un corazón bueno, lleno de misericordia y de amor, para seguir trabajando y dándonos día a día, por el bien de los demás?; ¿o nos influyen los Herodes de turno para cambiar nuestro camino, por miedo o por cansancio? (J. Aldazábal).

-Algunos fariseos se acercaron a Jesús para decirle: "Vete, márchate de aquí, que Herodes quiere matarte". Ya hemos observado que Lucas, a diferencia de Mateo, no parece tener ningún a priori contra los fariseos. Anota aquí un paso que ellos hicieron para salvar la vida de Jesús. Y todo ello, no lo olvidemos, es revelación del clima dramático en el que vivía Jesús: ¡quieren su muerte! Los poderosos de este mundo lo consideran un hombre peligroso al que hay que suprimir. Herodes sería capaz... ya había hecho decapitar a Juan Bautista, unos meses antes solamente (Lc 3,19). Quiero compartir contigo, Señor, esa angustia de tu muerte que se avecina.

-Jesús les contestó: "Id a decir a ese zorro..." Jesús no se presta a dejarse influenciar por Herodes. Es Jesús quien decide su camino a seguir. Jesús responde a esa amenaza de Herodes con el desprecio: el "zorro" es un animal miedoso que sólo caza de noche y huye a su madriguera al menor peligro... ¡Herodes, ese zorro, ese cobarde! ese hipócrita que no se atreverá siquiera a tomar sobre sí la responsabilidad de la muerte de Jesús y la endosará a Pilato (Lc 23,6-12).

-"Mira, hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; y al tercer día acabo". La expresión "el tercer día" es usual en lengua aramea para significar "en plazo breve". "Acabo"... estoy llegando al final, o bien "he logrado mi objetivo..." Jesús sube a Jerusalén. Sube hacia su muerte. Pero no es un condenado a muerte ordinario. Es consciente de ir hacia un cumplimiento. Jesús conoce perfectamente a lo que va. No morirá el día que Herodes decida, sino ¡el día que El decida!

-Pero hoy, mañana, y el día siguiente es preciso que prosiga mi camino, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Palabras misteriosas! El profeta Oseas había escrito esas otras palabras misteriosas "Dentro de dos días, el Señor nos dará la vida y al tercer día, nos levantará y en su presencia, viviremos" (Oseas 6, 2) Jesús, caminando hacia Jerusalén, caminando hacia su muerte, pone en manos de Dios el cuidado de prolongar su misión.

-¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían!... Jerusalén, ciudad de los dones de Dios, ciudad de la "proximidad de Dios..." Jerusalén, ciudad de la revuelta contra Dios, del rechazo a Dios... Pero, la tierra y la humanidad entera están simbolizadas en esa ciudad: la historia de los rechazos hecho a Dios por tantos hombres, alcanzara aquí su punto culminante... ¡los hombres van a juzgar a Dios! Y eso continúa también hoy.

-¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca a sus pollitos bajo las alas... pero no habéis querido! Imagen de ternura. Imagen maternal. El pájaro que protege a sus polluelos (Dt 32 10; Isa 31,5, Sal 17,8; 57,2; 61,5; 63,8; 91,4). La oferta de la salvación, de la protección, de la ternura de Dios... ha sido rehusada. "¡No habéis querido!"

-Pero Yo os digo: "No me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: Bendito el que viene en nombre del Señor". Jesús sabe que hay un más allá después de su muerte... Día vendrá en el que se le saludará exclamando: "Bendito el que viene" (Noel Quesson).

Irreverente para con la autoridad parecería Jesús con ese modo de hablar… En vez de huir, por la amenaza que le dicen que pesa sobre él, Jesús desafía al "zorro" de Herodes, con un misterioso argumento de que no conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén… Se trata de una virtud -la libertad y autonomía personal frente a la autoridad- que nos es en verdad muy extraña. Siglos de inculcamiento de la obediencia y la sumisión como las grandes virtudes cristianas, pesan notablemente, y todavía el subconsciente colectivo está dependiente de ellas. Tenemos introyectada la mitificación de la autoridad. Como si estar investido de autoridad fuese un certificado de ser una persona divina. Como si las personas revestidas de autoridad no fueran… eso: simples personas humanas, de carne y hueso, con la misma responsabilidad ante Dios y ante la historia que cada uno de nosotros. Afortunadamente la sociedad humana ha crecido mucho en los últimos siglos, desde la Ilustración y la modernidad hasta nuestros días.  Lamentablemente, ha tenido que ser fuera del ámbito eclesiástico donde ha florecido más claramente esta conciencia de la dignidad de la persona y de la igualdad de todos ante Dios y ante la historia. Todos somos simples seres humanos, sometidos a la misma oscuridad, igualmente impelidos a jugarnos nuestra vida a unos determinados valores. Todos tenemos el riesgo de equivocarnos, y cada cual debe asumir su riesgo. Podemos y debemos discrepar de la autoridad cuando, según nuestra conciencia, no está actuando correctamente. Eso, por sí mismo, no es irreverencia ni rebeldía, sino rectitud de conciencia y coherencia consigo mismo. El poder puede dar apariencia de triunfo en este mundo, pero el único verdadero triunfo es la fidelidad al amor y a la verdad (Josep Rius-Camps).

Durante la persecución religiosa en España, en el año de 1936, un grupo de milicianos llegó a un convento de carmelitas descalzas con la orden de subir a todas las monjas a un camión y llevarlas a fusilar. La sorpresa de los soldados fue mayúscula cuando escucharon a la madre superiora comunicar a las religiosas que "estos señores nos llevan al cielo porque nos van a hacer mártires, como los primeros cristianos" y acto seguido ver a las monjas felicitarse alegremente porque recibían el mayor don de Dios. A los ojos de Cristo eran de las pocas que habían entendido lo que significa amar a Dios hasta dar la vida por él. Cristo va subiendo a Jerusalén decidido; lleva prisa. En otro pasaje del Evangelio se nos dirá que en este su último viaje «iba delante de los discípulos». No tiene miedo, sino premura. Sabe que la voluntad de Dios es, a fin de cuentas, lo único que nos cuenta en esta vida, y sabe que muchos cristianos a lo largo de la historias sabrán renunciar a muchas cosas, incluso a su vida misma, por cumplir fielmente la voluntad de Dios. Jesús está loco, porque es el amor. Por eso todo amor que se precie ha de llevar una dosis de locura e incomprensión. Locura porque lo que se hace no tiene sentido desde el punto de vista humano, parece ir en contra de lo natural y de lo que es razonable. Incomprensión porque no sólo va a estar teñido de un color que las personas que no entiendan, sino que provocará sorpresa por lo desconocido que es y desatará todo tipo de opiniones desde las risas y tachaduras de tontos hasta las más incisivas y violentas. Jesús con su vida provoca, ha llegado la hora de preguntarse qué pasa con nuestra vida, que reacción provocamos en los demás, ojalá que la respuesta no sea indiferencia.

Jesús tiene una conciencia clara de la Misión que el Padre Dios le ha confiado: salvar a la humanidad y llevarla de retorno a la casa paterna, no en calidad de siervos, sino de hijos en el Hijo. Y nadie le impedirá cumplir con la voluntad de su Padre. Dios, efectivamente, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Él, a pesar de nuestras rebeldías, no sólo nos llama a la conversión, sino que nos da muchos signos de su ternura para con nosotros; jamás se comporta como juez, sino siempre como un Padre-Madre amoroso, cercano a nosotros y amándonos hasta el extremo. Ojalá y algún día no sea demasiado tarde cuando, terminada nuestro peregrinar por este mundo, tengamos que juzgar nuestra vida confrontándola con el amor que el Señor nos ha tenido y salgamos reprobados; y nuestra casa, nuestra herencia, la que nos corresponde en la eternidad, quede desierta por no poder tomar posesión de ella a causa de nuestra rebeldía al amor de Dios.

Miremos cuánto amor nos ha tenido el Señor. Él, con sinceridad, ha dicho: todo está cumplido. La Misión que el Padre Dios le confió fue cumplida con un amor fiel a Dios y al hombre. Este Memorial de su Pascua que estamos celebrando nos lo recuerda. Pero nos lo recuerda no sólo para que lo admiremos, sino para que sepamos cuál es el camino que hemos de seguir quienes creemos en Él. Hacernos uno con el Señor en una Alianza nueva y eterna que nos lleva a entregar nuestra vida, a derramar nuestra sangre no por actitudes enfermizas ni masoquistas, sino porque, al amar a nuestro prójimo y al verlo hundido en el pecado y en una diversidad de signos de muerte, vamos en su búsqueda para ayudarle, con mucho amor, a volver a la casa paterna; con amor, con el mismo y en la misma forma en que nosotros hemos sido amados por Dios. Si lo hacemos así entonces estaremos en una verdadera comunión de Vida con el Señor.

A todos los que participamos de la Vida Divina, por la fe y el bautismo, se nos ha confiado la proclamación de la Buena Nueva de Salvación. Y en el cumplimiento fiel de esa Misión no podemos darnos descanso. No ha de importarnos la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la espada que tengamos que padecer por Cristo. El Señor está siempre a nuestro lado para que su Victoria sea nuestra Victoria, de tal forma que el amor de Dios siempre esté en nosotros. No nos dejemos amedrentar por quienes, teniendo el poder, quisieran apagar nuestra voz e impedir nuestro testimonio y nuestra labor conforme al Evangelio de Cristo con toda su fuerza y poder salvador. No vendamos nuestra vida a los poderosos, ni a los ricos de este mundo. No diluyamos la Fuerza del Mensaje de Cristo en aras de recibir protección o unas cuantas monedas, sabiendo que de nada sirve al hombre ganar el mundo entero si al final pierde su vida. No permitamos que nadie nos tenga como perros mudos a su servicio, amordazados e incapaces de velar por el Pueblo de Dios y de esforzarnos para que todos sean alimentados a su Tiempo con la Palabra de Dios, proclamada con lealtad.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, tomar nuestra cruz de cada día y echarnos a andar tras las huellas de Cristo, aceptando con amor todas las consecuencias que por ello nos vengan; pero con la seguridad de que la muerte no tiene la última palabra, sino la Vida, Vida eterna que Dios regala a quienes le viven fieles. Amén (www.homiliacatolica.com; textos tomados de mercaba.org; Llucià Pou, 2009).

 

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